martes, 17 de mayo de 2016

Delirios de la Patria: De la envidia y otras emociones.


Hace un par de días, decidí salir al cine con mi familia para ver la última película de los heroes de Marvel, Civil War. Teníamos una considerable cantidad de tiempo que no salíamos de casa para otra cosa que no fuera para trabajar, llevar y buscar a la niña a su escuela, o cualquier oficio pendiente; por lo que fue un soplo de aire fresco el sentir que volvíamos a “patear la calle” para simplemente distraernos. Y lo hicimos literalmente “pateando” la calle, como hacía mucho tiempo que no lo hacíamos: caminando y en transporte público.

La razón de esta aventura para nada vino de un deseo irrefrenable nuestro por respirar aire fresco, o por ganas de no manejar en una mañana tan hermosa de sábado. No. En Venezuela el motivo de todas las cosas yace en los orígenes más básicos (absurdos y primitivos) que puedan imaginarse. Fuimos al cine a pie y en bus porque no tenemos cauchos para nuestro automóvil. Simplemente así.

Lo que en otro país la gente hace por deporte o para variar la rutina diaria, nosotros lo hacemos por necesidad, por no tener ninguna otra opción. Y eso fue lo que nos llevó inexorablemente a unirnos a la creciente ola de nuevos usuarios del caótico transporte público de la ciudad, la cual, por los vientos que soplan, amenaza con convertirse en un tsunami que en cualquier momento puede llegar a colapsar el servicio de transporte, ya que cada vez hay más vehículos dañados sin remedio, más gente en la calle y menos buses disponibles.

Resumiendo, nos fuimos de tour por la ciudad en un largo camino desde nuestra casa hasta el único centro comercial de la ciudad que tiene cines, y que opera con cierta normalidad; solo porque cuenta con autogeneración eléctrica para afrontar los cortes descarados que el gobierno hace en todas partes y a todas horas.

Cuando llegamos a nuestro destino, por fortuna no fue bañados en sudor, ya que el “acordeón” – los buses enormes del gobierno – al menos contaba con aire acondicionado, pero sí salimos contagiados del olor (y hedor) de muchas de las personas que nos rozaron en cada parada que hizo el bus antes de llegar a la nuestra.

Al momento de bajarnos, ocurrió una cosa curiosa que me hizo pensar durante mucho rato y se convirtió en la semilla de este relato. El bus que nos llevaba siguió su camino y luego otro más pequeño se detuvo en la misma parada donde estábamos. De él se bajó mucha gente y entre todas las personas divisé a un hombre que, a la distancia, reconocí como un vecino nuestro del conjunto residencial.

El flashback empieza aquí. En muchísimas ocasiones, en mi casa, me encontré con ese hombre a la hora de salir al trabajo, por las tardes, al botar la basura, etc; y en todas ellas nos saludábamos más o menos como lo hacen dos vecinos que, aunque se conocen, no se conocen. El “buenos días” más plano y escueto posible y ya está. Es más, el sujeto siempre le sumaba al saludo un rostro de desgano y desasosiego de los mil demonios, que lo hacía parecer más un pésame que un “hola ¿que tal?”. Y así mismo ocurrió en otra ocasión donde me lo crucé en otro centro comercial – porque eso es lo que abunda en mi ciudad –  y en el que la excusa del apuro, justificó aún más el saludo de “alcabala” que solíamos darnos.

Volviendo al presente, yo lo vi primero, y él nos vio después. Preparado para la rutina, yo tenía ya en puerta el “buenos días” aburrido y desganado de costumbre pero, para mi mayor sorpresa, el sujeto - casi en cámara lenta – al vernos, pasó de un rostro casi abatido por el cansancio y el sudor del bus en el que venía, a prácticamente una especie de éxtasis por encontrarse con nosotros en ese preciso lugar y de ese modo.

Con una sonrisa de oreja a oreja, y con el semblante del que te está dando la bienvenida por encima del saludo, el sujeto pareció insinuar en el silencio más estruendoso: “mírense pues, henos aquí, todos al fin pasando vaina, bienvenidos”. Sin reducir su pasó en lo más mínimo, nos cruzó de lado mientras saludaba, casi como de costumbre, y siguió su camino. 

Luego de esos segundos desconcertantes, me pregunte: ¿Es posible que mi situación, ahora tan difícil como la de él, le haya hecho sentir dichoso?. Congelado en la parada del bus, luego de verle esa alegría, sentí que prácticamente le habíamos hecho el día al sujeto. Tal vez, ahora si, haría contento la cola de medio kilómetro en PDVAL, o en cualquier local donde vendieran algo, porque al vernos cayó en cuenta que la desgracia compartida le resulta más llevadera; aún cuando al final de la tarde igual debiera agarrar una “perrera” atestada de gente, y llegar a su casa con las manos vacías, igual que todos los días.

Pero lo que él no sabía es que íbamos al cine, a satisfacer lo que se llamaría una frivolidad dentro la Venezuela chavista. Tal vez él pensaba que íbamos a hacer colas por comida, a pasar vaina igual que él. Luego pensé que una magnifica conclusión de nuestro encuentro hubiese sido haberle gritado de lejos, luego de saludarnos: “Vamos para el cine ¿oíste?, no creas”, para ver si se le borraba la sonrisa de la cara y le volvía la arrechera al cuerpo.

Luego, más tarde, medité sobre aquel evento sintiéndome verdaderamente triste y pensando que la envidia siempre ha sido parte importante de nuestra idiosincrasia. El venezolano – solo puedo hablar por nosotros – no solo es egoísta por naturaleza sino que también es profundamente envidioso.

La envidia según la religión es un pecado capital, y es, en palabras simples, la actitud que asume una persona de que creer que se merece todo y más de lo que otra persona tiene. Por lo tanto lo ansía y luchará para conseguirlo, sin importar si lo necesita o no; el punto es que otro lo tiene, así que todo se resume en que él debe tenerlo también.

A simple vista, la envidia podría confundirse con la ambición, pero la diferencia es abismal y está en las motivaciones. La ambición es un deseo personal de conseguir algo, basado en nuestras propias necesidades e intereses. La envidia, en cambio, es una ambición alejada de nuestros intereses y necesidades; se apoya y fundamenta en otra persona, en la vida de otra persona.

Dice la filosofía del Tao que todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, de nuestro único y particular flujo vital, es nocivo. Cada río lleva su cauce y ningún río tiene un cauce igual al de otro. Del mismo modo, ninguna vida es igual a otra, por lo que nuestras necesidades e intereses nunca serán iguales a los de los demás. En ese sentido, la envidia es la más nociva de las emociones del ser humano. Es el motor que impulsa una ambición basada en las razones equivocadas. Por eso, todo aquel que consiga lo que busca por envidia, lo expondrá a los cuatro vientos y se lo hará saber a todo el mundo, en especial a la fuente, el que lo tuvo primero; pero no conseguirá nunca la felicidad y la satisfacción de haber cumplido una meta personal. No se relajará para disfrutar de sus logros porque siempre existirá otra persona que tenga algo más de lo que ella tiene, siempre habrá alguien a quien envidiar, y por eso deberá continuar su búsqueda sin fin.

Pero la envidia también es el motor del odio, cuando aquella cosa que se quiere tener del otro no puede conseguirse. Entonces surge en el envidioso la idea malsana y corrosiva de que todo aquel que tiene esas cosas tan difíciles de alcanzar, en realidad no las merece.

¿Cómo puede una persona saber lo que otra persona merece o no merece?. A menos que se conozca al detalle la vida de esa persona, es imposible. Y a todas estas, ¿de cuando acá la vida tiene que ver con merecer o no merecer algo?.

La vida es lo que es. Vida. Un principio y un final, y dentro de todo eso: Caos. Miles de cosas que merecen suceder no suceden, y otras que no, en cambio, ocurren. Muchas personas que merecen vivir hasta viejos mueren jóvenes, y otros que merecen una muerte rápida, viven hasta morir de ancianos. ¿Es justo eso?, ¿es merecido?, no lo es, pero ocurre. Y muchos se refugian en la religión para comprender y aceptar la incertidumbre de la vida, para darle otra perspectiva. Pero en el camino, la mayoría de las personas no termina de asumir que la vida es así, impredecible. No se lleva por conceptos de justicia, equidad o mérito. Sus hilos, hasta los más finos, e invisibles, están fuera de nuestro control.

Si entendiéramos bien eso la envidia estaría erradicada del mundo, porque cada quien atendería su propio problema: su vida, y no se molestaría en perder tiempo con la de otras personas. Pero la lucha entre clases sociales ayuda a consolidar ese sentimiento tan dañino de la envidia en nuestras sociedades, sobre todo en aquellas donde la diferencia entre las clases es grande.

Las personas de menos recursos, los pobres, siempre han visto a los que tienen más dinero, mejor trabajo o más cosas, como una representación clarísima de la injusticia. No todos ellos, pero si muchísimos, sienten que la única razón por la que están pobres es porque nadie les ha dado las mismas oportunidades que han tenido los que viven en la clase media. De nuevo, la ilusión de “lo merecido” o “lo justo” haciendo estragos en nuestras mentes.  

Hugo Chavez, seguramente con ayuda del ojo maquiavélico de Fidel Castro, supo ver en el venezolano pobre esa semilla de descontento, de envidia por lo que otros compatriotas tenían y disfrutaban, y supo, con éxito, germinarla entre la mayoría de quienes le seguían, y convertirla en el árbol horroroso que es hoy, el pilar fundacional de su proyecto populista de gobierno. El resentimiento hacia el que más tiene como política de estado.

Con eso mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado se ganaba con facilidad, y casi sin mérito, los favores y el cariño de las masas empobrecidas, históricamente olvidadas por los gobiernos anteriores; y por el otro se aseguraba de que, ante cualquier estupidez que él cometiese, podía echar la culpa de todo a los que más tenían, a los “poderosos”. Y de ese grupo de “poderosos” nunca se molestó en sacar al venezolano “clase-media”, luchador y trabajador, el que se ganaba lo que tenía a pulso, no. Él prefirió meter en un solo saco a los empresarios explotadores, a las élites comunicacionales y religiosas, y a todo venezolano que tuviera suficiente recurso económico como para no vivir en un rancho.

Así, la tan mentada - y compleja - lucha de clases se resumió a un conflicto de poca clase entre dos bandos incompatibles e inconciliables: Los pobres contra todos los demás; todo impulsado por el sentimiento más visceral y nocivo del ser humano: La envidia. Con esto, y no con sus ideas políticas retrógradas y absurdas, fue que Hugo Chávez mató al país.

Lo mató porque con ello acabó con la venezolanidad; ese sentir que había entre la gente de que, más allá de cualquier diferencia social o económica que hubiese de por medio, todos sabíamos que al final éramos compatriotas y venezolanos. Pues él acabó con todo eso, y su resentimiento, su envidia, la proyectó al infinito como un megáfono entre los pobres, y convirtió a nuestra nación en una tierra de guerra, en un lugar donde solo cabían los absolutos; los leales o los traidores, los amigos o los enemigos.

Estoy seguro que la historia futura de nuestro país pondrá tarde o temprano a Chávez en su justo lugar: El similar al que tendría un perro, que llegó a una fiesta sin invitación, puso la plasta de estiércol en el medio del salón de baile, jodiendo a todo el mundo, y luego se murió.

Ahora, con Nicolas Maduro avanzando hacia la dictadura más brutal que haya conocido nuestra nación, Venezuela en este momento es tierra arrasada. La envidia de toda la vida, la que el mugriento Chávez exaltó hasta su muerte, ahora se diluye, entre las colas kilométricas en la calle, donde ahora el pobre, el clase-media, y el rico, comparten penurias por igual. ¿Qué podrían envidiarle ahora los pobres a nadie?. Estamos jodidos todos, rebajados al mismo denigrante nivel. No queda nada por acabar o por quitar. 

La pregunta es lógica, pero esa actitud que ví en el sujeto que me saludó sonriente fuera del bus, al verme pasar las mismas dificultades de transporte que él, me hace pensar que la envidia jamás desaparece de los corazones de los venezolanos. Más bien parece que evoluciona, muta y se adapta, como las malas hierbas, para sobrevivir a cualquier catástrofe.

Ahora, que nadie es capaz de conseguir nada porque nada hay, y no sirve de nada el buscar tener lo que el otro tiene,  parece que nos conformamos con ver qué tan jodidos están nuestros semejantes, y pasarnos un buen ratito con eso. La envidia, que ahora está en todas partes y en todos los estratos sociales, continúa siendo el motor de algo dentro de nosotros por las razones equivocadas.

Pero, ¿por qué? ¿es algo normal?

Dicen que en las verdaderas desgracias es que se logra conocer al ser humano. Cuando el noble y mítico trasatlántico RMS Titanic viajaba por el Atlántico Norte la noche del 14 de abril de 1912, antes de chocar con el iceberg, estaba repleto de sujetos y damas emperifolladas de la alta sociedad británica y estadounidense. Pero cuando la punta de ese traste empezó a hundirse en el mar, se acabaron los brandis, los habanos y las charlas cosmopolitas, para dar paso al más puro estado de supervivencia. Desaparecieron las clases sociales, los ricos y los pobres y quedó tan solo la gente, luchando por sobrevivir.

Allí surgieron los héroes y los cobardes sin distinción de clase. El infame Bruce Ismay, que siendo el director de la empresa que construyó el armatoste, ni pendejo llegó a hundirse con su barco, o Thomas Andrews, constructor del coso, que ayudó a mucha gente y sí aceptó el tener que hundirse con su creación. Todos, sin distinción, ante la catástrofe, tomaron una decisión personal, se ocuparon de sí mismos a su manera pero sin mirar sobre el hombro a más nadie.

Entonces, puede verse que ante las desgracias casi todo el mundo trabaja por y para sí mismo. Es lo primitivo, el instinto más básico, lo lógico. Y ahí es donde no entiendo a algunos de mis compatriotas, que en esta catástrofe – no igual a la del Titanic pero sí titánica - se llegan a sentir bien porque otros están en igual situación o peor que ellos.  
¿No habría sido absurdo que en pleno hundimiento del Titanic, un pobre pendejo de tercera clase, montado en una barda, se hubiese sentido contento porque otro de primera clase estaba guindado de una barda como él, luchando por su vida?. ¡Imbecil, tu también vas a hundirte! ¿De qué coño puedes alegrarte?.

La comparación que hago del hundimiento de nuestro país con el hundimiento del Titanic, tal vez parezca exagerada a primera vista, pero en esencia no lo es. En realidad me puede ayudar a entender porqué algunos venezolanos pueden estar actuando así como he venido contando. Y la respuesta tal vez sea sencilla: no están conscientes de la magnitud de la crisis que estamos viviendo porque aún no hemos llegado a lo peor. 

En nuestro país, al igual que en el Titanic, hoy la gente sabe que hay una alerta, saben que hay que tener los salvavidas puestos, que hay que subir a cubierta a pasar frío, que hay que pasar vainas. Pero igual como sucedió con los pasajeros del Titanic, hay gente que aún vive pensando que este barco no se va a hundir, aunque todas las señales indiquen que así será. 

En el mítico trasatlántico, se dice que en cubierta había gente muy bien vestida pidiendo servicio de camareros y demás frivolidades, esperando la señal para volver a sus camarotes, al mismo tiempo que el casco de la nave se sumergía lentamente en el mar. Otros llenaban los barcos a medias para no mezclar gente de primera clase con gente de segunda o tercera clase. Y solo fueron conscientes del desastre que se avecinaba cuando el culo del barco empezó a despegarse del agua y el mar lo engullía todo cada vez más rápido.
 
¿Será que aún creemos que nada pasará?, ¿Qué la crisis aún no ha mostrado su peor cara? ¿Será por eso que aún nos fijamos en la situación del otro?. Puede ser. El Titanic se hundió lentamente en el mar durante 2 horas y 40 minutos, y más de la mitad de ese tiempo muchos pasajeros pensaban en pendejadas. Pero al final se fue a pique en menos de un minuto.

Nosotros llevamos varios años viendo el lento hundimiento del país y aún podemos estar siendo frívolos ante la adversidad. La verdadera tragedia puede sobrevenir muy rápido, y como humanos que somos, podemos estar siendo engañados por nuestros más profundos deseos: que todo esto sea un sueño y el barco no se hunda.

Probablemente, al final, nada tenga que ver con nacionalidad o condición social sino con humanidad. Tal vez toda envidia y actitud superficial que haya en nuestros corazones, simplemente desaparezca en el momento que nos toque correr por nuestras vidas. 

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