jueves, 8 de julio de 2010

Decadencia en un Album de Fotos. 2da Parte


Para mí, la fama del Facebook radica en un muy inteligente y efectivo condicionamiento psicológico inserto dentro de las características “amigables” de su interfaz. Cuando los primeros medio interactivos informáticos salieron, la gente los rechazaba rápidamente porque no eran suficientes para generar la sensación de “contacto” que se quería tener con otros. Pero Facebook ha logrado crear una sensación de que los amigos están verdaderamente ahí, y la barrera cibernética que los separa, antes muy notable, se ha hecho ahora casi invisible. El contacto en directo con las fotos de nuestros conocidos y familiares, además de la posibilidad de chatear en directo con ellos si están conectados, sumándole la oportunidad de crear estados que pueden ser comentados rápidamente, generan en las personas la sensación de estar verdaderamente conectados y tratando con todo el mundo.

Psicológicamente creo que Facebook usa las fotos de sus internautas, y sus experiencias propias para crear el enganche necesario que permite hacer creer a quien las ve (subconscientemente claro), que de alguna manera forma parte de esas experiencias ajenas. Por ejemplo, funcionaría algo así: una chica conocida mía pone fotos suyas en una discoteca con muchos amigos. Sus amigos las comentan y todos las comentan. Yo, que no estuve en esa fiesta, también puedo comentar, echar vaina, y reírme con todos los amigos que sí estuvieron en la fiesta por lo que, de algún modo, muy dentro de mí siento que formé parte del bochinche al cual realmente ni siquiera fui invitado.

Por eso, mientras más fotos de experiencias existan, más involucrados nos sentimos con los demás y con sus vidas. Comentar y reirse de los estados, y charlar durante un rato con los amigos que hemos aceptado, mientras nos reímos y chismeamos con sus fotos, se ha vuelto algo más que suficiente para sentirse conectado con todos. La verdad es que a pesar de la tecnología, seguimos conectados con los pocos amigos que en verdad tenemos y que de vez en cuando vemos. Esos son los que aparecen a nuestro lado en las fotos que subimos al Facebook. Irónico.

Nuestro perfil en el facebook, pocas veces baja de los 100 amigos, pero el asunto del contacto con todos ellos se resume a mirar sus fotos, chatear un ratito con ellos y algunas otras pocas cosas de valor. La mayoría de los amigos que tengo en el facebook son excompañeros del liceo y la universidad a quienes no veo desde hace un montón de años, nuevos conocidos de mi ciudad con quienes no he compartido casi nada en el mundo real, familiares que solo se les ve una vez al año, y viejos panas que ya se me pierde en la memoria la última vez que los ví, y de los que solo recuerdo haberlos visto posando en una foto subida en facebook en la que, por supuesto, yo no estaba. Repito, los amigos con quienes realmente tengo contacto, aparecen en mis fotos, y yo en las de ellos.

Son solo ejemplos de lo poco que estamos conectados con todos, y que el perfil del facebook es una carátula de nuestra realidad. Alterada al infinito porque tener 1000 amigos no implica que con ellos eches vaina y te diviertas de verdad. Como quisiera ver en las fotos de mis amigos en facebook a los 1000 amigos que tienen en sus perfiles. Estoy seguro que no más de 10 aparecerán, porque como seres humanos, que solo tenemos dos brazos, dos ojos, una boca, y un cerebro, no somos capaces de entablar realmente amistad con más de 10 personas. Hablo del llamado círculo de amigos de nuestra realidad.

Por eso y mucho más es que me pregunto, cómo actuaremos cuando por casualidad nos encontremos en la calle a uno de esos amigos que tenemos tiempo sin ver (pero con quien jodemos mucho en el facebook) y lo miremos directamente a la cara. ¿Qué sentiremos? ¿Qué pensaremos cuando lo veamos moviéndose, gesticulando ahí en vivo frente a nosotros y no en una pose estática sonriendo y mirando hacia una cámara?. Lo más probable es que cuando escuchemos su voz se revele ante nosotros la gran verdad del facebook, que es que simplemente no nos conecta con nadie realmente. Es un espejismo de una comunicación grata y verdadera. Digo, porque si a mis compañeros del liceo, en el facebook los “veo” casi todos los días, la verdad sincera es que no nos hemos cruzado caminos desde hace muchísimos años. Es la triste realidad de saber que muy, pero muy, pocos nos hemos vuelto a estrechar las manos o dado un abrazo de verdadero reencuentro. Muchos lo sabemos y hemos planificado reencuentros, pero siendo sinceros, lo más probable es que nos conformemos con la facilidad de vernos en Facebook.

Con otras personas menos conocidas (pero igual amigas en facebook) tal vez sentiremos un arrebato emotivo aún mayor porque percibiremos con nuestros propios sentidos, lo poco que hemos compartido con esa gente. Son personas que nos hemos cruzado una que otra vez, con las que hemos coincidido, amigos de nuestros amigos, y que en el facebook forman nuestro grupo de panas, pero que, a decir verdad, no sabemos nada de ellos. Vivir eso creo que sería una renovada experiencia del sentimiento de “Te (des)conozco”.

En mi opinión final, creo que compartir con alguien es vivir momentos juntos, y no solo ver los momentos ajenos de cada quien e intercambiar saludos y opiniones. Facebook está cerca de lo que pareciera ser un intento deliberado de los seres humanos de desconectarse de sus semejantes y convertir el contacto directo con los demás en un recuerdo nostálgico de cómo era la sociedad antes del comienzo de su decadencia.
La humanidad se ha cansado de filosofar sobre como será su final y de cómo la sociedad se irá a una tumba excavada por sí misma. Somos capaces de visualizar nuestro futuro pero totalmente inútiles para cambiarlo. Fomentar la alienación, la guerra, y sobretodo, la comunicación artificial entre nosotros, solo servirá para seguir haciendo crecer en nosotros la semilla de la deshumanización.

Dacadencia en un Album de Fotos. 1era Parte

Algo pareciera indicar que la naturaleza humana se comporta como dicen que se comporta el universo mismo. Hay teorías que dicen que el universo se expandirá durante algunos miles de millones de años más para finalmente caer en una implosión que lo hará desaparecer de la misma forma como se originó, le llaman el Big …... Viendo, oyendo, mirando y leyendo he empezado a creer que nuestra raza está destinada a (o más bien buscando), retroceder, echar para atrás todo lo aprendido, e involucionar para morir y desaparecer del mismo modo como llegamos al mundo: Como monos de poco seso.

Muestra de eso es la perdida de inteligencia que hemos ido teniendo con los años, a la par del crecimiento de una tecnología cada vez más sorprendente pero al mismo tiempo, e irónicamente, más idiotizante. Hemos buscado tanto la solución fácil a nuestros problemas que finalmente la estamos encontrando, para todos los problemas. Eso nos está haciendo dependientes y presa de nuestras propias creaciones y del producto de nuestra propia inteligencia. En otras palabras más directas y molestas: Estamos utilizando al máximo nuestra inteligencia con la firme intención de volvernos estúpidos. Solo el ser humano es capaz de semejante empresa y por eso muchos dicen que la humanidad es el arquitecto de su propia destrucción.

Hemos caído en el facilismo de todas las cosas que nos rodean. En la computación, en la mecánica, en la información, en el comercio y en la comunicación nos hemos vuelto esclavos de la tecnología que hace que todo esté al alcance de nuestras manos. Nadie quita que en algunos aspectos sea buena (puesto que en mi caso sin ella no pudiera estar escribiendo esto aquí), sino que esta, al ser como un pulpo de muchos brazos, no es fácil de controlar y se vuelve invasiva, y termina entrometiéndose en aspectos de la vida diaria que deberían dejarse como estaban antes.

Por ejemplo la comunicación. Recuerdo que antes de la invención del celular nuestro radio de acción para comunicarnos con otros se resumía únicamente a la gente que podíamos ver por la ventana de nuestra casa, nuestros vecinos y demás cercanos. El teléfono era un equipo para casos importantes y la comunicación era limitada por estar restringida a ser de casa a casa. Estábamos obligados a hablar en directo con los demás, a mirarles a los ojos, a verles la cara, a darles la mano, a oírles la voz.

Pero apenas llegó el celular, llegó la Internet, y a su lado los novedosos “Chats” (el más conocido de ellos al comienzo se llamaba ICQ). Era el fin de aquellas antiguas restricciones, pero el comienzo de otra cosa. Fue la primera vez que pudimos ponernos en contacto con otros más allá de nuestras fronteras sin tarifas internacionales y claro, sin tener que conocerlos. Era el comienzo de una “revolución” comunicacional, según los informáticos, ligada al crecimiento de la comunicación por celular que acabó con todos los límites establecidos.

En aquellos años no se podía poner fotos para ver a la gente y la cosa bastaba con solo saber que del otro lado del monitor alguien X nos estaba respondiendo. Eran amistades hechas con letritas y figuritas pero por primera vez alguien de Australia podía hablar en directo con un Mexicano, sea como fuese. Los límites se acababan, y el mundo empezaba tímidamente a abrirse ante nosotros y muchos formamos parte de ese “boom”. Yo tuve una experiencia en esos Chats con una chica de chile con quien entablé una amistad muy simpática durante algunos meses. Todo fue muy fino y chévere hasta que el día de mi cumpleaños decidió llamarme por teléfono. Esa vez fue mi primera experiencia de un sentimiento al que luego llamé “Te (des)conozco”.

Apenas me llamó sentí una profunda sensación de extravío y lo primero que pensé al oir su voz fue: ¿Quién eres tú?. Jamás la había oido, pero según yo, la conocía desde hacía algunos meses. Era obvio, jamás la había conocido, y en lugar de gusto sentí una gran decepción porque era como si la realidad hubiese tocado a la puerta de mi cabeza diciendo: Hey!, pendejo, claro que no la conoces, para hacerlo tendrías que viajar a Chile, despierta!. Luego me di cuenta que, por supuesto, era el curioso efecto secundario del comienzo de la “revolución comunicacional”.

Lo que, por cierto, para nada considero una revolución sino el inicio de una involución de lo más deprimente, si ponemos en el punto más alto de la escala a nuestra inteligencia. Para mi todo esto, desde el principio, ha sido un espejismo de una verdadera comunicación. ¿Por qué?, simple, mirando nuestro pasado. Si volvemos a nuestros tiempos cavernícolas, el único medio de comunicación que había entre la gente era por medio del sonido de las palabras, el contacto con la piel, y la mirada de nuestro interlocutor. Hablando cara a cara con alguien se podía entender e intuir los estados de ánimo de las personas, por su forma de hablar, por su postura, por su comportamiento. Ahora no. Para saber si algo que dijimos le cayó bien o mal a una persona, debemos saber leer sus “expresiones” emotivas, que se reducen a dos signos de puntuación, que en los mejores casos es un signo de dos puntos con un paréntesis de apertura, o sea : ), y en el peor, el sutil cambio de paréntesis, o sea : (. Uno de los más novedosos y más usados se ha vuelto el signo de la risa en carcajada, simplemente hecho con una X y una D mayuscula. O sea, XD.

Lo que muchos no saben es que todas esas expresiones fueron inventadas y patentadas por los internautas más obsesos y dependientes de la Internet. Una pseudocultura conocida como “Otakus” que se caracteriza por su enfermiza obsesión por los mangas, ánime, y demás aspectos de la avanzada y alienada cultura japonesa, que es mayoritariamente manifestada a través de Internet, en donde pueden hacer “cultura” estos personajes. Si ese fue el basamento de la comunicación en los primeros chats, creo que fue un terrible comienzo, y lo peor es que aún existe.

Pero bueno, desde aquel entonces, aquella época, los que contamos con Internet hemos sido engullidos por una nueva ola de nuevos chats, miles de años luz más amplia que sus antecesores, pero para nada exenta de los efectos secundarios del fenómeno comunicacional. Como una píldora para calmar un dolor, cuanto más poderosa y efectiva sea la pastilla, más efectos secundarios nos puede dejar si no nos cuidamos, Internet nos trajo también, para nuestro deleite, las famosas páginas de contacto. No son chats, no son blogs, no son álbumes de fotos ni mucho menos, son más bien un compendio de todos ellos. Una ensalada comunicacional que comenzó con el boom de Myspace y Hi5, y multiplicó sus tentáculos con sitios menos famosos como Badoo, Tagged, Sónico, y otros más que no recuerdo. Todos planteaban la misma paleta de contacto solo que con un nombre distinto. Sin embargo sería la llegada del Facebook y el Twitter la que acabaría con todos los competidores.

El Facebook es el más famoso y poderoso medio de comunicación internauta que hay en el mundo. Más allá de sus conflictos con la seguridad de los datos de sus miembros, cada día el número de adeptos al “Album de fotos” se incrementa exponencialmente.

Cuando yo comencé a “facebooquear” no me percaté realmente del efecto inmersivo del site. Ingresé por curiosidad a ver de qué se trataba ese lugar que ya estaba en boca de todos. Yo tenía cuenta en el hi5, Myspace, y Tagged y todas las había dejado abandonadas por ser en extremo aburridas, poco interactivas y toscas en su interfaz de uso. Facebook en cambio era un amor, y el vicio llegó a mí a través de mis viejos amigos del colegio. Una amiga de hace muchos años, se le ocurrió publicar una foto de antaño de nuestra graduación y mágicamente “etiquetó” a todo el mundo en esa foto que tuviese una cuenta de Facebook. El resultado: Una lluvia de comentarios y reencuentros inesperados entre un grupo de amigos que tenían años sin tener contacto alguno. ¡Que maravilla!

Facebook le ganó a sus competidores por la capacidad de “etiquetar” a la gente y facilitar el encuentro, entre comillas, de viejos amigos y conocidos. Una vez en contacto, los que se encuentran en una misma foto, aunque no sean amigos en Facebook, obviamente lo serán y seguirán la ramificación hacia muchos más desconocidos que serán nuevos amigos en Facebook. Se comporta como un amigable virus informático, como parte de sus notables efectos secundarios.

Sigue...

lunes, 25 de enero de 2010

Viajando con la Inocencia


El presente de los padres es el futuro de sus hijos. El camino que el ser humano recorre durante su vida es sumamente largo y lleno de emociones intensas además de enseñanzas duraderas que siempre, por cosas de la vida, se producen cuando el momento en que podían utilizarse ya ha pasado, y solo le queda a uno transmitir lo que se sabe a la siguiente generación para que desde temprano pueda ser usado con sabiduría.

El problema de todo es que me he dado cuenta que la naturaleza humana es cíclica y los hijos siempre buscaran de alguna forma cometer los mismos errores de sus padres y aprender a su modo, o sea viviendo, lo que les toca. Aprendí esto de adulto, como tantas otras cosas que me tocará aprenderlas ahora, o después, cuando tal vez sea demasiado tarde para ponerlas en práctica.

Como quien dice, la malicia y el conocimiento se adquiere con los años pero a costa de algo no menos importante como la Inocencia. Cuando maduramos y vemos lo malo y lo bueno que puede ser el mundo por todas sus esquinas, empezamos a prevenirnos siendo precavidos, temerosos, prejuiciosos, defensivos, y maliciosos, y eso a muchos puede volvernos amargados o llevarnos a ver la vida de una forma demasiado seria y cruel. Abandonamos nuestra naturaleza más primitiva que es el ser inocentes.

Los niños son los únicos capaces de ponernos a nosotros los adultos en contacto con nuestra verdadera identidad, con nuestro Yo más íntimo, e irónicamente los que nos pueden dar las lecciones de vida más importantes sin ellos haber aprendido nada de ella por su corta edad. Peter Pan era el niño que nunca quería crecer porque veía que el mundo de los adultos era muy aburrido, cruel y hasta doloroso. Yo de niño quería ser Peter Pan por esas mismas razones. Me decía a mi mismo en mis horas de juego que jamás crecería y que nunca dejaría de jugar con juguetes, nunca dejaría de ver comiquitas, y que nunca dejaría que mi imaginación fuese opacada por un mundo adulto tan gris como el que mis ojos de niño estaban viendo. Llegué lejos con ese intento, y logré mantener muchas cosas infantiles hasta bien entrado en años, pero irremediablemente la adultez llega, y consigo trae las responsabilidades que lo llevan a uno a olvidarse definitivamente de Peter Pan.

Por eso es que creo que cuando llegan los hijos, para uno es como el respiro de un nuevo aire donde la inocencia nuestra ya desgastada, se refleja y brilla ahora en sus ojos, y es como si nos estuviéramos viendo a nosotros mismos en los años más bellos de nuestra vida.

No tengo hijos hasta ahora, pero tengo a dos sobrinos hermosos y maravillosos que me han hecho pasar uno de los mejores fines de semana de mi vida. Una niña y un niño llamados Mariangel y Jonathan. Les cumplí por vez primera la promesa de llevarlos a la playa y era algo que esperaban con enorme emoción desde hace muchos meses, y era algo que yo necesitaba vivir por primera vez.

No se si todo el mundo lo nota, pero el mundo real y sus dificultades es capaz de absorber toda la vida de uno, sin dejar oportunidad para meditar sobre hacia dónde se va y sobre la belleza que hay en las pequeñas cosas y los pequeños momentos. Los niños tienen la capacidad de ver lo bonito en lo más simple, de emocionarse y disfrutar con el alma lo que nosotros apreciamos con reservas, y no temen a lo que viene porque viven y sienten con el puro corazón.

Estos niños le dieron a un viaje a la playa el sentido que nunca antes había tenido para mí. Había ido muchas veces antes pero nunca lo había disfrutado de esta manera. Desde nuestra salida en la madrugada, los ojos adormilados pero emocionados de los niños, me hicieron recordar los tiempos en que yo, de niño, no podía dormir esperando la hora de salir con el canto de los pajaritos a las 5 am. Ibamos a la playa, decía yo, y qué hermoso fue volver a sentir esa emoción a través de los ojos de mis sobrinos.

Durante el trayecto, el pequeño Jonathan se quedó despierto casi todo el viaje, viendo por la ventana de atrás el pasar de los árboles y el cielo azul, pensativo, callado, y me recordó mucho como era yo a su edad. Me gustaba admirar al mínimo detalle el paisaje y disfrutarlo al compás de la música que llevaba puesta en mi walkman. El mundo no existía para mí en esos instantes y las pequeñas cosas me llenaban de emoción.

Cerca de la playa, el carro subía entre cerros que dificultaban la vista hacia el mar, y los niños se pegaban emocionados de las ventanas, mirando por los recovecos de la maleza y los árboles buscando divisar el enorme azul bajo el cielo. Decían: Mira Jonathan, ya lo vi!, o, Mariangel, ve para allá, allá está!, como si estuviesen viendo la cosa más hermosa e inigualable del planeta. Al llegar saltaron del carro, y se fueron con sus tías a la playa, no sin antes hacer de las suyas con un tronco de árbol de coco que estaba cortado y tirado en el piso, y que por una extraña razón estaba humeando por uno de sus lados. La niña comparó tal fenómeno con un “cigarro gigante” y el niño le aseguró que esa cosa no era eso y que no había peligro. Resultó ser la cosa más graciosa del día.

Los niños no esperaron nada y se lanzaron al agua del mar casi de inmediato, maravillados con la inmensidad del océano, la arena y el oleaje nunca visto. La niña emocionada, aunque temerosa, no cabía en su emoción de ver por primera vez el mar y me pidió que me “zambullera” con ella en el agua, mientras no paraba de reir y saltar sobre las olas. Era la inocencia en su estado más puro y no podía negarme a saltar con ellos en el agua como si también fuese la primera vez para mí.

La niña inventó lo que ella llamó “caminata espacial”, al saltar dentro del agua y sentir que sus pies iban más lento como si estuviese caminando en la luna. También descubrió que el agua del mar era salada y que eso era un “asco” y preguntó varias veces en qué parte de la playa le echaban la sal. Eran las ocurrencias más chistosas del mundo, solo posibles en la mente de un niño sin malicia y lleno de inocencia ante un evento sin precedentes en su vida. El niño y yo jugamos béisbol con un limón y corrió como el correcaminos huyendo del coyote cuando lo perseguí para meterlo en lo hondo de la playa. Los puse a competir a ver quién era el primero que excavaba un hoyo hasta la china y todos perdieron. Gracias a Dios, porque no tenía nada con qué premiar al que ganara. Yo era un niño como ellos y me sentía como tal. Tan niño me sentía que me encargué de gastarles bromas a mi esposa y su hermana, que resultaban ser tan infantiles que ellas llegaron a pensar que estaba borracho por lo que estaba tomando. La verdad es que el niño en mí estaba feliz.

Cuando regresamos, antes de dormir, el niño decía que cuando cerraba los ojos, sentía que lo llevaban las olas, y fue bonito recordar una sensación que no me era ajena porque esos fueron momentos que nunca se borraron de mi retina y a pesar de los años, muy a dentro de mí puedo recordar el golpe de las olas cuando me tocaron por primera vez cuando era chico. Recuerdo que a diferencia de estos niños yo lloré, pero luego no había instante en que no quería repetir esa experiencia una y otra vez.

Tal fue el impacto que tuvo el mar sobre los niños que el pequeño Jonathan esa noche sufrió de sonambulismo y se levantó de la cama en un sueño en el que parecía estar nadando en el océano y faltó poco para que se saliera de la habitación del hotel. La niña Mariangel, bromeó a carcajadas del episodio al día siguiente, no sin que antes su risa se contagiara a todos nosotros. Éramos como niños entre niños.

La diferencia entre ellos y nosotros se hizo latente cuando al día siguiente, antes de irnos, mientras los niños estaban pendientes de las olas de la playa a la orilla del Paseo, nosotros estuvimos pendientes de un señor con cara de delincuente que pasó por nuestro lado con extrañas intensiones. Los niños no se percataron en absoluto del invasor y hablaban sobre el mar y el poco oleaje que había en esa playa, mientras que todos los demás estábamos pendientes del mundo y sus alrededores. Así entendí que nosotros los adultos sacrificamos la pureza de nuestra inocencia por el bien de nuestros niños.

El mundo irremediablemente es cruel y la inocencia de un niño es algo demasiado frágil que vale su peso en oro porque es algo que tarde o temprano todos perderemos. Vale demasiado porque considero que en la niñez está la esencia de nuestra alma, de nuestro yo interno que se oculta bajo las capas sucesivas de la madurez y de las experiencias vividas. La razón por la que algunos adultos ven lo hermoso en las cosas pequeñas es porque se dan el tiempo de volver a ser como niños, de creer en lo que sea, de asombrarse por lo insignificante y de reírse de lo absurdo.
Al final de nuestro viaje, ya en casa, mi sobrina se despidió de mí con un beso y las gracias porque se divirtió mucho en su viaje. Yo le devolví el beso con un abrazo fuerte e internamente le di las gracias a ella y al niño por todo lo que me hicieron vivir ese día. Por haber jugado conmigo, por haber nadado conmigo, por hacer el “salto espacial” conmigo, por haber corrido en la playa conmigo y muy especialmente por haberme enseñado a ver el mar de la misma forma como ellos lo vieron por primera vez. Les doy las gracias mis niños, de todo corazón y que Dios los Bendiga.