lunes, 25 de enero de 2010

Viajando con la Inocencia


El presente de los padres es el futuro de sus hijos. El camino que el ser humano recorre durante su vida es sumamente largo y lleno de emociones intensas además de enseñanzas duraderas que siempre, por cosas de la vida, se producen cuando el momento en que podían utilizarse ya ha pasado, y solo le queda a uno transmitir lo que se sabe a la siguiente generación para que desde temprano pueda ser usado con sabiduría.

El problema de todo es que me he dado cuenta que la naturaleza humana es cíclica y los hijos siempre buscaran de alguna forma cometer los mismos errores de sus padres y aprender a su modo, o sea viviendo, lo que les toca. Aprendí esto de adulto, como tantas otras cosas que me tocará aprenderlas ahora, o después, cuando tal vez sea demasiado tarde para ponerlas en práctica.

Como quien dice, la malicia y el conocimiento se adquiere con los años pero a costa de algo no menos importante como la Inocencia. Cuando maduramos y vemos lo malo y lo bueno que puede ser el mundo por todas sus esquinas, empezamos a prevenirnos siendo precavidos, temerosos, prejuiciosos, defensivos, y maliciosos, y eso a muchos puede volvernos amargados o llevarnos a ver la vida de una forma demasiado seria y cruel. Abandonamos nuestra naturaleza más primitiva que es el ser inocentes.

Los niños son los únicos capaces de ponernos a nosotros los adultos en contacto con nuestra verdadera identidad, con nuestro Yo más íntimo, e irónicamente los que nos pueden dar las lecciones de vida más importantes sin ellos haber aprendido nada de ella por su corta edad. Peter Pan era el niño que nunca quería crecer porque veía que el mundo de los adultos era muy aburrido, cruel y hasta doloroso. Yo de niño quería ser Peter Pan por esas mismas razones. Me decía a mi mismo en mis horas de juego que jamás crecería y que nunca dejaría de jugar con juguetes, nunca dejaría de ver comiquitas, y que nunca dejaría que mi imaginación fuese opacada por un mundo adulto tan gris como el que mis ojos de niño estaban viendo. Llegué lejos con ese intento, y logré mantener muchas cosas infantiles hasta bien entrado en años, pero irremediablemente la adultez llega, y consigo trae las responsabilidades que lo llevan a uno a olvidarse definitivamente de Peter Pan.

Por eso es que creo que cuando llegan los hijos, para uno es como el respiro de un nuevo aire donde la inocencia nuestra ya desgastada, se refleja y brilla ahora en sus ojos, y es como si nos estuviéramos viendo a nosotros mismos en los años más bellos de nuestra vida.

No tengo hijos hasta ahora, pero tengo a dos sobrinos hermosos y maravillosos que me han hecho pasar uno de los mejores fines de semana de mi vida. Una niña y un niño llamados Mariangel y Jonathan. Les cumplí por vez primera la promesa de llevarlos a la playa y era algo que esperaban con enorme emoción desde hace muchos meses, y era algo que yo necesitaba vivir por primera vez.

No se si todo el mundo lo nota, pero el mundo real y sus dificultades es capaz de absorber toda la vida de uno, sin dejar oportunidad para meditar sobre hacia dónde se va y sobre la belleza que hay en las pequeñas cosas y los pequeños momentos. Los niños tienen la capacidad de ver lo bonito en lo más simple, de emocionarse y disfrutar con el alma lo que nosotros apreciamos con reservas, y no temen a lo que viene porque viven y sienten con el puro corazón.

Estos niños le dieron a un viaje a la playa el sentido que nunca antes había tenido para mí. Había ido muchas veces antes pero nunca lo había disfrutado de esta manera. Desde nuestra salida en la madrugada, los ojos adormilados pero emocionados de los niños, me hicieron recordar los tiempos en que yo, de niño, no podía dormir esperando la hora de salir con el canto de los pajaritos a las 5 am. Ibamos a la playa, decía yo, y qué hermoso fue volver a sentir esa emoción a través de los ojos de mis sobrinos.

Durante el trayecto, el pequeño Jonathan se quedó despierto casi todo el viaje, viendo por la ventana de atrás el pasar de los árboles y el cielo azul, pensativo, callado, y me recordó mucho como era yo a su edad. Me gustaba admirar al mínimo detalle el paisaje y disfrutarlo al compás de la música que llevaba puesta en mi walkman. El mundo no existía para mí en esos instantes y las pequeñas cosas me llenaban de emoción.

Cerca de la playa, el carro subía entre cerros que dificultaban la vista hacia el mar, y los niños se pegaban emocionados de las ventanas, mirando por los recovecos de la maleza y los árboles buscando divisar el enorme azul bajo el cielo. Decían: Mira Jonathan, ya lo vi!, o, Mariangel, ve para allá, allá está!, como si estuviesen viendo la cosa más hermosa e inigualable del planeta. Al llegar saltaron del carro, y se fueron con sus tías a la playa, no sin antes hacer de las suyas con un tronco de árbol de coco que estaba cortado y tirado en el piso, y que por una extraña razón estaba humeando por uno de sus lados. La niña comparó tal fenómeno con un “cigarro gigante” y el niño le aseguró que esa cosa no era eso y que no había peligro. Resultó ser la cosa más graciosa del día.

Los niños no esperaron nada y se lanzaron al agua del mar casi de inmediato, maravillados con la inmensidad del océano, la arena y el oleaje nunca visto. La niña emocionada, aunque temerosa, no cabía en su emoción de ver por primera vez el mar y me pidió que me “zambullera” con ella en el agua, mientras no paraba de reir y saltar sobre las olas. Era la inocencia en su estado más puro y no podía negarme a saltar con ellos en el agua como si también fuese la primera vez para mí.

La niña inventó lo que ella llamó “caminata espacial”, al saltar dentro del agua y sentir que sus pies iban más lento como si estuviese caminando en la luna. También descubrió que el agua del mar era salada y que eso era un “asco” y preguntó varias veces en qué parte de la playa le echaban la sal. Eran las ocurrencias más chistosas del mundo, solo posibles en la mente de un niño sin malicia y lleno de inocencia ante un evento sin precedentes en su vida. El niño y yo jugamos béisbol con un limón y corrió como el correcaminos huyendo del coyote cuando lo perseguí para meterlo en lo hondo de la playa. Los puse a competir a ver quién era el primero que excavaba un hoyo hasta la china y todos perdieron. Gracias a Dios, porque no tenía nada con qué premiar al que ganara. Yo era un niño como ellos y me sentía como tal. Tan niño me sentía que me encargué de gastarles bromas a mi esposa y su hermana, que resultaban ser tan infantiles que ellas llegaron a pensar que estaba borracho por lo que estaba tomando. La verdad es que el niño en mí estaba feliz.

Cuando regresamos, antes de dormir, el niño decía que cuando cerraba los ojos, sentía que lo llevaban las olas, y fue bonito recordar una sensación que no me era ajena porque esos fueron momentos que nunca se borraron de mi retina y a pesar de los años, muy a dentro de mí puedo recordar el golpe de las olas cuando me tocaron por primera vez cuando era chico. Recuerdo que a diferencia de estos niños yo lloré, pero luego no había instante en que no quería repetir esa experiencia una y otra vez.

Tal fue el impacto que tuvo el mar sobre los niños que el pequeño Jonathan esa noche sufrió de sonambulismo y se levantó de la cama en un sueño en el que parecía estar nadando en el océano y faltó poco para que se saliera de la habitación del hotel. La niña Mariangel, bromeó a carcajadas del episodio al día siguiente, no sin que antes su risa se contagiara a todos nosotros. Éramos como niños entre niños.

La diferencia entre ellos y nosotros se hizo latente cuando al día siguiente, antes de irnos, mientras los niños estaban pendientes de las olas de la playa a la orilla del Paseo, nosotros estuvimos pendientes de un señor con cara de delincuente que pasó por nuestro lado con extrañas intensiones. Los niños no se percataron en absoluto del invasor y hablaban sobre el mar y el poco oleaje que había en esa playa, mientras que todos los demás estábamos pendientes del mundo y sus alrededores. Así entendí que nosotros los adultos sacrificamos la pureza de nuestra inocencia por el bien de nuestros niños.

El mundo irremediablemente es cruel y la inocencia de un niño es algo demasiado frágil que vale su peso en oro porque es algo que tarde o temprano todos perderemos. Vale demasiado porque considero que en la niñez está la esencia de nuestra alma, de nuestro yo interno que se oculta bajo las capas sucesivas de la madurez y de las experiencias vividas. La razón por la que algunos adultos ven lo hermoso en las cosas pequeñas es porque se dan el tiempo de volver a ser como niños, de creer en lo que sea, de asombrarse por lo insignificante y de reírse de lo absurdo.
Al final de nuestro viaje, ya en casa, mi sobrina se despidió de mí con un beso y las gracias porque se divirtió mucho en su viaje. Yo le devolví el beso con un abrazo fuerte e internamente le di las gracias a ella y al niño por todo lo que me hicieron vivir ese día. Por haber jugado conmigo, por haber nadado conmigo, por hacer el “salto espacial” conmigo, por haber corrido en la playa conmigo y muy especialmente por haberme enseñado a ver el mar de la misma forma como ellos lo vieron por primera vez. Les doy las gracias mis niños, de todo corazón y que Dios los Bendiga.