jueves, 15 de agosto de 2019

Si me lo permiten...


Creo que es acertado afirmar que todo aquel que crea en Venezuela en este momento es porque cree en una oportunidad, una posibilidad:

- La posibilidad de que lo maten de un disparo en un intento de atraco (como murió José Luis Lara el guitarrista guayanes) o por una bala indirecta (como cayó el pequeño futbolista de mineritos en una de nuestras inseguras carreteras).
- La posibilidad de morir de alguna enfermedad mayor, menor o ya erradicada sólo por la imposibilidad de ubicar la medicina necesaria o poder comprarla en el país.
- La posibilidad de sufrir la amarga despedída de familiares y amigos que fueron más inteligentes y decidieron irse antes.


No hay razón alguna para inmolarse por un pedazo de tierra, ni por la excusa de quedarse ahí para reconstruir lo destruido cuando la cosa cambie. Aquel que aun está ahí por algun familiar, o porque no tiene medios, mi mayor deseo es que resista con fuerza y temple buscando siempre la forma y el modo de salir, salir pronto y sin mirar atrás. 


Aquel que tenga los medios para huir de esa sentencia de muerte prematura llamada Venezuela, por favor que lo haga. Ya la política global se está encargando de lo que el pueblo en las calles no puede hacer para sacar a esa dictadura asesina, pero los mecanismos son durisimos y puede tomar muchos años para que surtan efecto, o por el contrario no lograr nada como paso en Cuba.


Así que, ¿Vale la pena esperar "ene" tiempo por ese borroso y dudoso futuro? ¿Vale la pena jugársela por esas posibilidades que nombre más arriba? El que se queda de corazón lamentablemente esta enfermo precisamente de eso, de sus propios sentimientos que le traicionan toda lógica y sentido común, por su futuro o el de sus hijos.


El que se queda por orgullo, de no dejar el trabajo de toda una vida o lo material que consiguió, se aferra a un espejismo. El trabajo perderá su sentido y razón de ser porque la pobreza y escasez lo afecta a todo, lo material se deteriorara y perderá irremediablemente su valor ante lo costoso o imposible de arreglarlo. Entonces, son todas ilusiones de una vida que ya no es la misma.


No se queden en un lugar que inconscientemente los hará habituarse a la carencia y la mengua. Ese mero hecho les arrebata la vida de una sola vez, y los hace sentir, sin saberlo, que no son merecedores de algo mejor, de una vida normal.


¿Vale la pena empezar de cero en otro lugar? ¿Sin nada? Si pensamos en la vida que estamos dejando atrás, la ilusión de esa vida, por supuesto que no lo vale. Pasaríamos cada día en la nueva tierra pensando en lo que dejamos, la casa, carro, cosas, gente, lugares, recuerdos, y a medida que pasara el tiempo seria peor porque añadiríamos a ese dolor cosas de nuestra imaginación, cosas que tal vez ni pasaron de la forma en que creímos. Matizaremos esa vida pasada y la haremos más bonita de lo que fue, alimentando las ganas de volver ante lo difícil que resulta la nueva aventura. Porque si, es muy difícil. 


Pero ahora, ¿vale la pena empezar de cero por la oportunidad de en algún punto del tiempo conseguir una vida donde tengamos cubiertas al menos las mínimas necesidades vitales? ¿Donde la posibilidad de vivir dignamente este en funcion de nuestra lucha y no en manos de una dictadura que lo que se ve que quiere es que nos vayamos de nuestra patria o que nos muramos? Viéndolo así vale toda la pena del mundo empezar de cero. Vamos a sufrir y llorar por lo perdido, tal vez más que los que se quedan allá viendo morir al pais, porque la vida fuera es arrecha!! 


Pero afuera tendremos LA oportunidad. La lucha por nuestras vidas y de nuestras familias será real, tangible y sobretodo lógica. Venezuela hoy es un yermo. Un lugar tóxico para todo aquel que sienta que merece más en la vida. Y por eso hay que salir de ahí.

Si hemos de volver, volveremos cuando la marea baje, cuando la contaminación pase, y con lo que hemos aprendido fuera haremos un mejor trabajo  por nuestra patria. Seremos venezolanos maduros, de valor, con ética, y trabajadores porque habremos aprendido con sudor y sangre lo que valía nuestro  país, y las razones de por qué vale la pena recuperarlo y luchar por el más adelante.


martes, 17 de mayo de 2016

Delirios de la Patria: De la envidia y otras emociones.


Hace un par de días, decidí salir al cine con mi familia para ver la última película de los heroes de Marvel, Civil War. Teníamos una considerable cantidad de tiempo que no salíamos de casa para otra cosa que no fuera para trabajar, llevar y buscar a la niña a su escuela, o cualquier oficio pendiente; por lo que fue un soplo de aire fresco el sentir que volvíamos a “patear la calle” para simplemente distraernos. Y lo hicimos literalmente “pateando” la calle, como hacía mucho tiempo que no lo hacíamos: caminando y en transporte público.

La razón de esta aventura para nada vino de un deseo irrefrenable nuestro por respirar aire fresco, o por ganas de no manejar en una mañana tan hermosa de sábado. No. En Venezuela el motivo de todas las cosas yace en los orígenes más básicos (absurdos y primitivos) que puedan imaginarse. Fuimos al cine a pie y en bus porque no tenemos cauchos para nuestro automóvil. Simplemente así.

Lo que en otro país la gente hace por deporte o para variar la rutina diaria, nosotros lo hacemos por necesidad, por no tener ninguna otra opción. Y eso fue lo que nos llevó inexorablemente a unirnos a la creciente ola de nuevos usuarios del caótico transporte público de la ciudad, la cual, por los vientos que soplan, amenaza con convertirse en un tsunami que en cualquier momento puede llegar a colapsar el servicio de transporte, ya que cada vez hay más vehículos dañados sin remedio, más gente en la calle y menos buses disponibles.

Resumiendo, nos fuimos de tour por la ciudad en un largo camino desde nuestra casa hasta el único centro comercial de la ciudad que tiene cines, y que opera con cierta normalidad; solo porque cuenta con autogeneración eléctrica para afrontar los cortes descarados que el gobierno hace en todas partes y a todas horas.

Cuando llegamos a nuestro destino, por fortuna no fue bañados en sudor, ya que el “acordeón” – los buses enormes del gobierno – al menos contaba con aire acondicionado, pero sí salimos contagiados del olor (y hedor) de muchas de las personas que nos rozaron en cada parada que hizo el bus antes de llegar a la nuestra.

Al momento de bajarnos, ocurrió una cosa curiosa que me hizo pensar durante mucho rato y se convirtió en la semilla de este relato. El bus que nos llevaba siguió su camino y luego otro más pequeño se detuvo en la misma parada donde estábamos. De él se bajó mucha gente y entre todas las personas divisé a un hombre que, a la distancia, reconocí como un vecino nuestro del conjunto residencial.

El flashback empieza aquí. En muchísimas ocasiones, en mi casa, me encontré con ese hombre a la hora de salir al trabajo, por las tardes, al botar la basura, etc; y en todas ellas nos saludábamos más o menos como lo hacen dos vecinos que, aunque se conocen, no se conocen. El “buenos días” más plano y escueto posible y ya está. Es más, el sujeto siempre le sumaba al saludo un rostro de desgano y desasosiego de los mil demonios, que lo hacía parecer más un pésame que un “hola ¿que tal?”. Y así mismo ocurrió en otra ocasión donde me lo crucé en otro centro comercial – porque eso es lo que abunda en mi ciudad –  y en el que la excusa del apuro, justificó aún más el saludo de “alcabala” que solíamos darnos.

Volviendo al presente, yo lo vi primero, y él nos vio después. Preparado para la rutina, yo tenía ya en puerta el “buenos días” aburrido y desganado de costumbre pero, para mi mayor sorpresa, el sujeto - casi en cámara lenta – al vernos, pasó de un rostro casi abatido por el cansancio y el sudor del bus en el que venía, a prácticamente una especie de éxtasis por encontrarse con nosotros en ese preciso lugar y de ese modo.

Con una sonrisa de oreja a oreja, y con el semblante del que te está dando la bienvenida por encima del saludo, el sujeto pareció insinuar en el silencio más estruendoso: “mírense pues, henos aquí, todos al fin pasando vaina, bienvenidos”. Sin reducir su pasó en lo más mínimo, nos cruzó de lado mientras saludaba, casi como de costumbre, y siguió su camino. 

Luego de esos segundos desconcertantes, me pregunte: ¿Es posible que mi situación, ahora tan difícil como la de él, le haya hecho sentir dichoso?. Congelado en la parada del bus, luego de verle esa alegría, sentí que prácticamente le habíamos hecho el día al sujeto. Tal vez, ahora si, haría contento la cola de medio kilómetro en PDVAL, o en cualquier local donde vendieran algo, porque al vernos cayó en cuenta que la desgracia compartida le resulta más llevadera; aún cuando al final de la tarde igual debiera agarrar una “perrera” atestada de gente, y llegar a su casa con las manos vacías, igual que todos los días.

Pero lo que él no sabía es que íbamos al cine, a satisfacer lo que se llamaría una frivolidad dentro la Venezuela chavista. Tal vez él pensaba que íbamos a hacer colas por comida, a pasar vaina igual que él. Luego pensé que una magnifica conclusión de nuestro encuentro hubiese sido haberle gritado de lejos, luego de saludarnos: “Vamos para el cine ¿oíste?, no creas”, para ver si se le borraba la sonrisa de la cara y le volvía la arrechera al cuerpo.

Luego, más tarde, medité sobre aquel evento sintiéndome verdaderamente triste y pensando que la envidia siempre ha sido parte importante de nuestra idiosincrasia. El venezolano – solo puedo hablar por nosotros – no solo es egoísta por naturaleza sino que también es profundamente envidioso.

La envidia según la religión es un pecado capital, y es, en palabras simples, la actitud que asume una persona de que creer que se merece todo y más de lo que otra persona tiene. Por lo tanto lo ansía y luchará para conseguirlo, sin importar si lo necesita o no; el punto es que otro lo tiene, así que todo se resume en que él debe tenerlo también.

A simple vista, la envidia podría confundirse con la ambición, pero la diferencia es abismal y está en las motivaciones. La ambición es un deseo personal de conseguir algo, basado en nuestras propias necesidades e intereses. La envidia, en cambio, es una ambición alejada de nuestros intereses y necesidades; se apoya y fundamenta en otra persona, en la vida de otra persona.

Dice la filosofía del Tao que todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, de nuestro único y particular flujo vital, es nocivo. Cada río lleva su cauce y ningún río tiene un cauce igual al de otro. Del mismo modo, ninguna vida es igual a otra, por lo que nuestras necesidades e intereses nunca serán iguales a los de los demás. En ese sentido, la envidia es la más nociva de las emociones del ser humano. Es el motor que impulsa una ambición basada en las razones equivocadas. Por eso, todo aquel que consiga lo que busca por envidia, lo expondrá a los cuatro vientos y se lo hará saber a todo el mundo, en especial a la fuente, el que lo tuvo primero; pero no conseguirá nunca la felicidad y la satisfacción de haber cumplido una meta personal. No se relajará para disfrutar de sus logros porque siempre existirá otra persona que tenga algo más de lo que ella tiene, siempre habrá alguien a quien envidiar, y por eso deberá continuar su búsqueda sin fin.

Pero la envidia también es el motor del odio, cuando aquella cosa que se quiere tener del otro no puede conseguirse. Entonces surge en el envidioso la idea malsana y corrosiva de que todo aquel que tiene esas cosas tan difíciles de alcanzar, en realidad no las merece.

¿Cómo puede una persona saber lo que otra persona merece o no merece?. A menos que se conozca al detalle la vida de esa persona, es imposible. Y a todas estas, ¿de cuando acá la vida tiene que ver con merecer o no merecer algo?.

La vida es lo que es. Vida. Un principio y un final, y dentro de todo eso: Caos. Miles de cosas que merecen suceder no suceden, y otras que no, en cambio, ocurren. Muchas personas que merecen vivir hasta viejos mueren jóvenes, y otros que merecen una muerte rápida, viven hasta morir de ancianos. ¿Es justo eso?, ¿es merecido?, no lo es, pero ocurre. Y muchos se refugian en la religión para comprender y aceptar la incertidumbre de la vida, para darle otra perspectiva. Pero en el camino, la mayoría de las personas no termina de asumir que la vida es así, impredecible. No se lleva por conceptos de justicia, equidad o mérito. Sus hilos, hasta los más finos, e invisibles, están fuera de nuestro control.

Si entendiéramos bien eso la envidia estaría erradicada del mundo, porque cada quien atendería su propio problema: su vida, y no se molestaría en perder tiempo con la de otras personas. Pero la lucha entre clases sociales ayuda a consolidar ese sentimiento tan dañino de la envidia en nuestras sociedades, sobre todo en aquellas donde la diferencia entre las clases es grande.

Las personas de menos recursos, los pobres, siempre han visto a los que tienen más dinero, mejor trabajo o más cosas, como una representación clarísima de la injusticia. No todos ellos, pero si muchísimos, sienten que la única razón por la que están pobres es porque nadie les ha dado las mismas oportunidades que han tenido los que viven en la clase media. De nuevo, la ilusión de “lo merecido” o “lo justo” haciendo estragos en nuestras mentes.  

Hugo Chavez, seguramente con ayuda del ojo maquiavélico de Fidel Castro, supo ver en el venezolano pobre esa semilla de descontento, de envidia por lo que otros compatriotas tenían y disfrutaban, y supo, con éxito, germinarla entre la mayoría de quienes le seguían, y convertirla en el árbol horroroso que es hoy, el pilar fundacional de su proyecto populista de gobierno. El resentimiento hacia el que más tiene como política de estado.

Con eso mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado se ganaba con facilidad, y casi sin mérito, los favores y el cariño de las masas empobrecidas, históricamente olvidadas por los gobiernos anteriores; y por el otro se aseguraba de que, ante cualquier estupidez que él cometiese, podía echar la culpa de todo a los que más tenían, a los “poderosos”. Y de ese grupo de “poderosos” nunca se molestó en sacar al venezolano “clase-media”, luchador y trabajador, el que se ganaba lo que tenía a pulso, no. Él prefirió meter en un solo saco a los empresarios explotadores, a las élites comunicacionales y religiosas, y a todo venezolano que tuviera suficiente recurso económico como para no vivir en un rancho.

Así, la tan mentada - y compleja - lucha de clases se resumió a un conflicto de poca clase entre dos bandos incompatibles e inconciliables: Los pobres contra todos los demás; todo impulsado por el sentimiento más visceral y nocivo del ser humano: La envidia. Con esto, y no con sus ideas políticas retrógradas y absurdas, fue que Hugo Chávez mató al país.

Lo mató porque con ello acabó con la venezolanidad; ese sentir que había entre la gente de que, más allá de cualquier diferencia social o económica que hubiese de por medio, todos sabíamos que al final éramos compatriotas y venezolanos. Pues él acabó con todo eso, y su resentimiento, su envidia, la proyectó al infinito como un megáfono entre los pobres, y convirtió a nuestra nación en una tierra de guerra, en un lugar donde solo cabían los absolutos; los leales o los traidores, los amigos o los enemigos.

Estoy seguro que la historia futura de nuestro país pondrá tarde o temprano a Chávez en su justo lugar: El similar al que tendría un perro, que llegó a una fiesta sin invitación, puso la plasta de estiércol en el medio del salón de baile, jodiendo a todo el mundo, y luego se murió.

Ahora, con Nicolas Maduro avanzando hacia la dictadura más brutal que haya conocido nuestra nación, Venezuela en este momento es tierra arrasada. La envidia de toda la vida, la que el mugriento Chávez exaltó hasta su muerte, ahora se diluye, entre las colas kilométricas en la calle, donde ahora el pobre, el clase-media, y el rico, comparten penurias por igual. ¿Qué podrían envidiarle ahora los pobres a nadie?. Estamos jodidos todos, rebajados al mismo denigrante nivel. No queda nada por acabar o por quitar. 

La pregunta es lógica, pero esa actitud que ví en el sujeto que me saludó sonriente fuera del bus, al verme pasar las mismas dificultades de transporte que él, me hace pensar que la envidia jamás desaparece de los corazones de los venezolanos. Más bien parece que evoluciona, muta y se adapta, como las malas hierbas, para sobrevivir a cualquier catástrofe.

Ahora, que nadie es capaz de conseguir nada porque nada hay, y no sirve de nada el buscar tener lo que el otro tiene,  parece que nos conformamos con ver qué tan jodidos están nuestros semejantes, y pasarnos un buen ratito con eso. La envidia, que ahora está en todas partes y en todos los estratos sociales, continúa siendo el motor de algo dentro de nosotros por las razones equivocadas.

Pero, ¿por qué? ¿es algo normal?

Dicen que en las verdaderas desgracias es que se logra conocer al ser humano. Cuando el noble y mítico trasatlántico RMS Titanic viajaba por el Atlántico Norte la noche del 14 de abril de 1912, antes de chocar con el iceberg, estaba repleto de sujetos y damas emperifolladas de la alta sociedad británica y estadounidense. Pero cuando la punta de ese traste empezó a hundirse en el mar, se acabaron los brandis, los habanos y las charlas cosmopolitas, para dar paso al más puro estado de supervivencia. Desaparecieron las clases sociales, los ricos y los pobres y quedó tan solo la gente, luchando por sobrevivir.

Allí surgieron los héroes y los cobardes sin distinción de clase. El infame Bruce Ismay, que siendo el director de la empresa que construyó el armatoste, ni pendejo llegó a hundirse con su barco, o Thomas Andrews, constructor del coso, que ayudó a mucha gente y sí aceptó el tener que hundirse con su creación. Todos, sin distinción, ante la catástrofe, tomaron una decisión personal, se ocuparon de sí mismos a su manera pero sin mirar sobre el hombro a más nadie.

Entonces, puede verse que ante las desgracias casi todo el mundo trabaja por y para sí mismo. Es lo primitivo, el instinto más básico, lo lógico. Y ahí es donde no entiendo a algunos de mis compatriotas, que en esta catástrofe – no igual a la del Titanic pero sí titánica - se llegan a sentir bien porque otros están en igual situación o peor que ellos.  
¿No habría sido absurdo que en pleno hundimiento del Titanic, un pobre pendejo de tercera clase, montado en una barda, se hubiese sentido contento porque otro de primera clase estaba guindado de una barda como él, luchando por su vida?. ¡Imbecil, tu también vas a hundirte! ¿De qué coño puedes alegrarte?.

La comparación que hago del hundimiento de nuestro país con el hundimiento del Titanic, tal vez parezca exagerada a primera vista, pero en esencia no lo es. En realidad me puede ayudar a entender porqué algunos venezolanos pueden estar actuando así como he venido contando. Y la respuesta tal vez sea sencilla: no están conscientes de la magnitud de la crisis que estamos viviendo porque aún no hemos llegado a lo peor. 

En nuestro país, al igual que en el Titanic, hoy la gente sabe que hay una alerta, saben que hay que tener los salvavidas puestos, que hay que subir a cubierta a pasar frío, que hay que pasar vainas. Pero igual como sucedió con los pasajeros del Titanic, hay gente que aún vive pensando que este barco no se va a hundir, aunque todas las señales indiquen que así será. 

En el mítico trasatlántico, se dice que en cubierta había gente muy bien vestida pidiendo servicio de camareros y demás frivolidades, esperando la señal para volver a sus camarotes, al mismo tiempo que el casco de la nave se sumergía lentamente en el mar. Otros llenaban los barcos a medias para no mezclar gente de primera clase con gente de segunda o tercera clase. Y solo fueron conscientes del desastre que se avecinaba cuando el culo del barco empezó a despegarse del agua y el mar lo engullía todo cada vez más rápido.
 
¿Será que aún creemos que nada pasará?, ¿Qué la crisis aún no ha mostrado su peor cara? ¿Será por eso que aún nos fijamos en la situación del otro?. Puede ser. El Titanic se hundió lentamente en el mar durante 2 horas y 40 minutos, y más de la mitad de ese tiempo muchos pasajeros pensaban en pendejadas. Pero al final se fue a pique en menos de un minuto.

Nosotros llevamos varios años viendo el lento hundimiento del país y aún podemos estar siendo frívolos ante la adversidad. La verdadera tragedia puede sobrevenir muy rápido, y como humanos que somos, podemos estar siendo engañados por nuestros más profundos deseos: que todo esto sea un sueño y el barco no se hunda.

Probablemente, al final, nada tenga que ver con nacionalidad o condición social sino con humanidad. Tal vez toda envidia y actitud superficial que haya en nuestros corazones, simplemente desaparezca en el momento que nos toque correr por nuestras vidas. 

miércoles, 11 de mayo de 2016

La Segunda Venida

Por: Jesus David Guerra



Tinieblas. Hace horas, desde el final de la tarde, que el servicio eléctrico fue cortado súbitamente sin explicación alguna. En el pueblo de La Gracia de Dios, con cuatro calles y una avenida, cualquier circunstancia fuera de lo común, de lo habitual, resulta excepcional y para algunos aventurados, excitante.

Con tantas horas de oscuridad la gente había decidido salir a las calles, no para averiguar la causa de la falla, sino para conversar, observar el tráfico de viejos carros de antiguas épocas doradas o simplemente contemplar el cielo empañado de estrellas.

Estaba acostado en la cama del cuarto de mi departamento, ubicado en el primer piso de un edificio cercano a la plaza central del pueblo desde el momento en el que se fue la luz, y ahí permanecí hasta bien entrada la noche, mirando hacia el techo, contemplando las aspas detenidas del ventilador. A mi lado estaba una vela que daba luz pero a su vez marcaba tonalidades siniestras de sombras danzantes sobre las paredes de la recamara. Tenía rato encendida y comenzaba a perder vida bajo la llama. La ventana de la recamara, que daba hacia el Este y hacia la única avenida grande del pueblo, siempre estaba abierta, pero esa noche no había brisa alguna que apagara el pedazo de cera que iluminaba mi habitación.

El susurro de la gente en la calle empezó a deslizarse por la ventana de la recamara como un suspiro largo y apacible, rítmico, musical. En mi cabeza había algo más que un ritmo suave y relajante desde hacia algunas horas. La coca tenía efectos más intensos y prolongados.

Dos rayas blancas de polvo quedaban en el cristal rajado que estaba puesto sobre la mesita de noche a mi derecha. Esa misma mesita que en los hoteles tiene pegada una lámpara con pantalla cónica y siempre tiene una Biblia con tapa negra flexible metida en la única gaveta que tiene.

Siempre me pregunte: ¿Quién carajo va a leerse una Biblia en un hotel?. Era algo cínico porque los hoteles, además de estar hechos para dormir una o dos noches, sirven para hacer las maldades mas bizarras que alguien se imagine. Puedes cogerte a tres putas en un hotel, pasarte tres rayas de coca y beberte media botella de ron en minutos y jamás se te pasará por la mente la Biblia en la gavetita de la mesita de noche. Pero si un juego de condones o una Penthouse nueva para animar la fiesta antes de que comience, eso si.

Pero mi mesita de noche no tenía la Penthouse ni la Biblia, mucho menos la lámpara de pantalla cónica pegada a la base para evitar que se la robaran. Hoy solo descansaban sobre ella la moribunda vela, una botella de vodka consumida a 3/4 de su contenido y el pedazo de cristal repleto de “sales aromáticas”.

Mientras viajaba entre riscos montañosos como Superman, y contemplaba nubes de color rojizo en un atardecer acompañado con música de Enigma, los momentos de lucidez me volvían de súbito y me encontraba nuevamente mirando fantasmas de color naranja y negro en las paredes y las aspas del ventilador parado en el techo del cuarto. Luego, Superman con Enya entre las nubes otra vez.

En uno de esos momentos de vuelta a la realidad note que el susurro de la gente en la calle había dejado de ser tal y se había convertido en un bullicio desentonado, heterogéneo en sus tonos y timbres, marcado por gritería de niños jugando, cuchicheo de viejas, y compases dispares de bocinas de carros, todo inmiscuido en un zumbido perenne como de un panal de avispas enorme, que se hacía cada vez más fuerte.   

Un soplo fuerte de aire, como el estornudo de un enorme toro, se metió por la ventana del cuarto, haciendo rebotar con estruendo las puertas batientes de la misma contra la pared. El cristal de una de ellas se reventó causando un escándalo de vidrios rotos brutal que me sacó del Everest y  depositó mi alma sobre aquel cuerpo que estaba tirado boca arriba sobre la cama hedionda a orine de la misma noche.

Se apagó la vela y reinaron las tinieblas. El aire que había entrado al cuarto tenía un olor a animal descomponiéndose, nauseabundo y todo el apartamento se lleno de eso. No había luna en la noche y por la ventana solo se reflejaba el fulgor de faros encendidos en la avenida. Y en el fondo el bullicio del populacho. La gentuza de La Gracia de Dios no podía afrontar un apagón nocturno con madurez dentro de sus casas sino que tenía que convertirlo todo en una excusa para hacer jolgorios, parrilladas o tómbolas a la luz de las velas.

Salí enfurecido hacia la ventana con los ánimos de nombrarles la madre en calidad de mujerzuela a cada uno de los habitantes del pueblo pero me estremecí al ver la cantidad de personas que se agolpaban en la única avenida del pueblo.

La calle estaba repleta, llena de carros en cola tocando corneta y de personas apretujadas que se dirigían a empujones, curiosas y nerviosas, hacia una misma dirección. La plaza central.

Me aclaré la vista, me quite la cal de las narices y sacudí la cabeza para borrar de mi mente los compases que quedaban de “Sail away with de Orinoco Flow”. Algo serio estaba pasando hacia la plaza y desde la única ventana del apartamento no había vista posible hacia ese sitio. Tendría que bajar para saber.

Me giré hacia la cama, la habitación oscurecida y por unos segundos pensé en quedarme en ese sitio, indiferente a lo que estuviese pasando afuera. Quedaban rayas, licor y ganas, y no tenía más que perder luego de que esposa e hija se fuesen al carajo acusándome de drogadicto, alcohólico y hombre violento. "¿Violento yo?, no me jodan ellas. ¿Donde esta la puta botella que no la veo?"

Me senté en la cama con el cuarto completamente a oscuras. Hurgue las tinieblas con las manos en busca del líquido pero ya no estaba sobre la mesita de noche. Molesto, tanteando aún más, pasé las manos rápido sobre el cristal de rayas y me hice un corte largo sobre la palma derecha, mientras que la izquierda se me llenó de una polvareda blanca que al sacudirla impregnó toda la habitación de hedor a coca.

Me levante con furia de la cama y lancé una patada medida hacia la mesita de noche, pero mi pie se topó primero con la botella de vodka que yacía en el piso luego del soplo de aire sucio que había entrado por la ventana minutos antes. El resultado fue un estallido de vidrios desde la pared de la cama que me cortó el rostro en dos lugares, haciéndome dos rayas largas de sangre: una sobre la ceja izquierda y otra en la mejilla derecha. Un fragmento de astilla de cristal se me clavó en el torso y el pico de la botella, que quedó intacto, se me incrustó en el muslo derecho. En añadido, dos dedos del pie derecho parecían estar fracturados.

Caí de cubito dorsal en la alfombra meada y grité por largos minutos. Era una alfombra que en principio era de color beige, con el paso de las noches tornó a mostaza, y hoy finalmente se tornaba de un rojizo negruzco. Tenía la cara sobre la tela de la alfombra y sentí algo de su calidez mientras, con la única mano sana, me sacaba el pedazo de cuello de botella del muslo.

Maldije mi suerte varias veces, pero se interrumpía con voces de gente abajo, que en gritos ahogados decían cosas como "¿Por Dios, que es eso?", "Miren allá arriba, Dios nos ampare"

A duras penas, con gritos de dolor y rabia, me repuse hasta sentarme en la cama de nuevo, en la oscuridad. Me toqué la frente con la mano de cal y palpé el largo corte sobre la ceja, y por el ardor del sudor sobre la mejilla percibí el tamaño del otro corte en mi rostro. Parecía que había tenido un combate con un gato montés, y lo había perdido en el primer round.

El resto del cuerpo no estaba mejor, el torso me ardía por la izquierda y el muslo necesitaba gasa o algo que detuviera el sangrado. Mire los dedos de mi pie derecho y comprobé que efectivamente estaban fracturados el del medio y el de al lado, cerca del meñique. El dedo gordo, el que le sigue y el del medio, miraban hacia un lado y los demás hacia otro formando una V en el sitio donde había impactado la botella. No había más que hacer. Tenia que salir a una clínica a verme todo aquello.

En la oscuridad tardé casi 20 minutos en conseguir toda mi ropa. La única prenda que cargaba encima, un interior, yacía ahora sudado y ensangrentado en el lavamanos del baño.

Vestido ya con un jean azul desgastado y un guardacamisas, tomé una camiseta blanca con rayas rojas y me la puse abierta para salir. El bullicio afuera se había vuelto escándalo de gente gritando, mujeres llorando y clamando al cielo. Los niños también lloraban, y era lo más lamentable que se escuchaba desde la calle.

Por la ventana la cola de carros y personas se perdía de vista en dirección hacia la plaza y solo los faros de los vehículos iluminaban la calle.

Miré al cielo y no recuerdo haber visto tantas estrellas juntas desde que fui con mi hija, cuando tenía tres años, de vacaciones a una sabana donde la única luz nocturna provenía de la luna o las estrellas. Eran incontables puntos fulgurantes sobre un manto negro, a simple vista.  Las enormes esferas de luz a millones de años luz que ahí estaban dispuestas como una pintura, mostraban el retrato de lo que somos nosotros para el universo. Diminutos, insignificantes. Pero ahí, en esa posición diminuta y simple como ser humano ante el cosmos, no pude evitar sentirme enorme, grande, y feliz, junto a mi hija.

Esta noche era igual a aquella en la que fui feliz. Pero había algo que enturbiaba la experiencia. Esta vez el aire no era puro. Cuando aspiré el aire fuera de la ventana de mi departamento me di cuenta que el olor nauseabundo que había entrado a mi cuarto estaba en todo el ambiente, esparcido por todo el pueblo. Olía a brasas, a carne muerta, putrefacta en brasas.        

Sentí nauseas, asco y vomité por la ventana. Un soplo de pánico inexplicable se metió en mi pecho y me hizo retroceder hacia dentro en el cuarto, haciéndome caer sobre la cama y sumergiéndome otra vez en la oscuridad de la alcoba.

Tampoco podía soportar eso. La oscuridad había tomado otra apariencia bajo el manto del hedor a muerte que llenaba el cuarto. Sentí terror de estar ahí dentro.

Encendí un fósforo que me reveló el contenido del cuarto durante pocos segundos. La cama con trazas de orine y sangre. La alfombra repleta de astillas de vidrio. Un cristal roto al pie de la mesa de noche. En el baño, un interior aún húmedo destilando sangre hacia el centro del lavamanos.

Un soplo de viento repentino azotó las puertas de la ventana y se metió en el cuarto, apagando el fósforo de mi mano instantáneamente. Aquel olor a podrido se metió en mi nariz con la misma intensidad que un jalón de coca.

"Llegó la hora de que veas a dónde vas". Escuché una voz salir desde lo mas profundo de mi cabeza. Sin pensar más, salí a toda prisa, renqueando, del departamento hacia la calle.    

2

Apenas al salir de la puerta del edificio, una turba de personas me arrastró como una locomotora en dirección hacia la plaza y me hizo sufrir enormemente de las heridas que me había auto-inflingido. Eran tantas personas que no podían moverse por la falta de espacio pero es seguro que de tenerlo lo hubiesen aprovechado para llevarse a cualquiera por delante. Hombres, mujeres y niños empujaban con igual fuerza y en igual medida un solo sentir que se dibujaba en sus rostros: miedo.

- ¿Que es lo que está pasando? – grité a todo pulmón
- ¡Es el Fin! – contestó alguien tras de mi en la turba
- ¿El fin de que?
- ¡De la humanidad, el juicio final! - gritó llorando otra persona entre la gente.

En el arrastre de la turba empecé a ver a viejas sesentonas aferradas a rosarios y crucifijos que recibían codazos de jovencitos vestidos de púrpura del Nazareno, y estos a su vez eran apresurados a golpes por mujeres mal vestidas que estaban aferradas a una Biblia del tamaño de su vientre. Afiches del Papa Juan Pablo II abundaban entre el tumulto y por momentos sentí que la muchedumbre se asemejaba a aquella que espera la presentación de un artista famoso ante una tarima. La gente estaba eufórica, pero en este caso les embargaba el miedo absolutamente a todos. Y aparentemente la gente no buscaba satisfacción sino algo más delicado. Perdón.

- ¡Señor, ten piedad!! - gritó una señora que llevaba una estampita de Francisca Duarte (El Anima de Taguapire) en la mano
- "Hagase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo" - gritó otro señor mayor con más serenidad.
- ¿Pero por que vamos a la plaza? - grité yo
- ¡Porque ahí es donde vendrá! - respondió un tipo a mi lado
- ¿Vendrá quien?
- ¡EL MESIAS!. ¡Cristo una vez más! - gritó una señora animando a la muchedumbre.
- Alabado sea nuestro señor Jesucristo!! - gritó un montón de gente a coro, remarcando cada palabra como si se esforzaran por creerselo

No respondí. Solo me dejé llevar, empujado por la gente, mientras respiraba mareado el olor intenso a descomposición de la carne que inundaba la calle.

Cuando llegamos a la plaza el sitio estaba iluminado con antorchas en los cuatro costados, como los antiguos templos, y estaba inundado de gente por doquier, en las banquetas, en las áreas verdes y encaramada en los anuncios publicitarios. Al entrar a la plaza, la turba que me había empujado desde mi edificio hasta ahí, se dispersó en todas direcciones como si supiesen hacia donde iban.

Varios de ellos se refugiaron en la única capilla cercana a la plaza central. Otros se sentaron cerca del centro en una congregación liderada por un hombre de aspecto muy arreglado con Biblia en mano y que hacía ademanes agresivos con los brazos que parecían una reprimenda. Al acercarme mas a ellos pude darme cuenta de que estaba predicando y hablando de las bondades del señor Jesucristo y la Salvación inminente que le esperaría a quien creyese en él.

Había tarantines desplegados por el perímetro de la plaza en donde un grupo de jóvenes vendía improvisadamente en una mesa, figuras de santos y vírgenes, que desaparecían de la misma más rápido de lo que les tomaba ordenarlas allí para la venta.

Y oraciones. Los grupos de oración estaban agolpados en cualquier espacio disponible de la plaza, hacían rezos, recitaban salmos y contaban rosarios en un cántico tan tenue como un susurro, pero constante como el zumbido de un poste de iluminación encendido durante la noche.

Empecé a caminar entre la gente buscando espacio y explicaciones a lo que sucedía. Tenía la frente enchumbada en sudor y me ardían las heridas del rostro. La gente que se tomaba la molestia de mirarme a la cara ponía el rostro extrañado como pensando que me había auto-flagelado para la ocasión. Hasta cierto punto tenían razón.

Una vieja muy mayor se me acercó al verme la herida de la mano derecha.


-   ¿eso es un estigma muchacho?
-   ¿un qué?
-   Un estigma, una marca de santidad - replicó extrañada por mi duda. 
-   Ah, ¿esto?, no señora, esto fue una cortada que me hice en mi casa con...
- Que Dios te bendiga muchacho – interrumpió la señora con una sonrisa temerosa y me pasó de lado metiéndose en la muchedumbre

El olor a podrido era intenso, pero pocos parecían verse afectados por él. Hacía frío, más de lo normal y el aire se hacía pesado conforme me acercaba hacia el extremo derecho de la plaza, cerca de un edificio de 5 pisos, que era la única estructura de ese tamaño en las inmediaciones.

En mi periplo hacia el centro de la plaza, me tope con un chico de unos 20 años con aspecto normal, sin accesorios religiosos, pancartas o vestimenta especial, que tenía la vista pérdida en un horizonte hacia el cielo.

-   Disculpa hermano, ¿Qué es lo que esta pasando aquí con toda esta gente? – pregunté
-   No se amigo, yo no se nada, pero por Dios, yo solo quiero saber qué es eso allá arriba – respondió con voz temblorosa señalando con su dedo hacia el edificio de 5 pisos al lado de la plaza - ¿Qué carajo es eso?

Miré hacia donde apuntaba y contemplé estupefacto, que desde el balcón de un apartamento del piso cuatro del edificio, salía una figura de aspecto circular, de al menos 3 metros de diámetro, oscura como el azabache, que giraba intensamente alrededor de un eje central, haciendo un vórtice como un agujero de gusano que se metía hacia dentro de uno de los apartamentos.

-   ¿Qué coño es eso? – pregunte con un hilo de voz y un escalofrío metido en el pecho
-   Parece una de esas cosas que se ven solo en el espacio.
-   Un agujero negro, y nunca que se ven – respondí sin creerme cada palabra - Es imposible.

El vórtice negro giraba haciendo estelas de luz púrpura en sus bordes y emitía un sonido idéntico al que hacen las copas de vidrio cuando un dedo mojado en agua se desliza por sus bordes.

Tras de mi la gente se empezaba a arrodillar y se escuchaban gritos implorando el perdón del altísimo.

El balcón del apartamento hacia donde se sumergía el fondo del agujero negro, lucía descuidado, tenía unas barandas protectoras de metal desgastadas por oxido, y habían materos en las esquinas con plantas muertas. Los vidrios del apartamento estaban rotos y estaba oscuro como el resto del pueblo, pero desde el interior se podía ver que había actividad, por el destello intermitente de luz blanca que resplandecía desde las ventanas.


Con cada flash de luz que salía del apartamento o destello del vórtice, la muchedumbre jadeaba exaltada entre gritos ahogados de "Gloria a Dios" y "Perdónanos Señor".

-   ¿Quién vive ahí? – pregunté al chico
-  Dijeron que una mujer llamada Laura. Una chica de unos 25 años, alcohólica y drogadicta que estaba embarazada y que tiene una historia que extrañó a todo el mundo, porque su embarazo duro más de 9 meses. Todos en este lugar creen que esa mujer esta allá arriba dando a luz – respondió para luego ver mis heridas del rostro – Amigo, ¿Qué le paso?
-  Unas cortadas con vidrio – respondí con desdén - ¿es alcohólica y drogadicta?
-   Si pero la gente aún cree que Dios puede obrar de formas misteriosas y una de ellas es creer que una mujer viciada hasta los tuétanos lleve en su vientre por más de doce meses al ser que significaría la segunda venida de Cristo.

El vórtice agrandó su diámetro en un metro y medio, emitiendo un sonido grave y penetrante, igual al de un corno ingles hecho sonar con la boca de salida puesta contra el suelo, que hizo vibrar el piso bajo nuestros pies, extendiéndose por todo el pueblo y más allá.

El temblor del suelo hizo caer de rodillas a decenas de personas bañadas en lágrimas, y algunas de las que estaban más apartadas de la plaza salieron corriendo lejos de allí. Las personas en los automóviles empezaron a bajarse.

El pánico se hizo dueño de mi y no pude decir más. El chico aterrorizado por el estruendo solo pudo verme a los ojos unos segundos y salió corriendo lejos de la plaza como algunos otros. La mayoría permanecía firme en su sitio.

Por primera vez en años pensé en mi hija. En donde estaría y qué estaría haciendo en ese momento. Pensé de nuevo en nuestra aventura en la sabana y en el cielo estrellado. Miré hacia arriba como buscando algo familiar que me acompañara y allí seguían pintadas el millón de perlas brillantes del cosmos.


Una gritería histérica de la muchedumbre me hizo salir del trance, que me hizo ver rápidamente hacia el apartamento de donde salía el vórtice. De los laterales de la puerta del balcón y de las ventanas de los cuartos empezaron a salir lentamente raíces negras en todas las direcciones aferrándose como enredaderas a todo lo que tuviesen cerca.

Sentí el inminente final de todo con la misma intensidad y pánico que las cientos de personas amontonadas en la plaza. La imploración por el perdón de los cielos se hizo eco al unísono en todas las personas.

La pestilencia resopló con furia desde el vórtice negro y agrandó una vez más su diámetro en dos metros, acompañado del infrasonido del más grande corno inglés jamás escuchado.

El retumbar del suelo me obligó a aferrarme a cualquier cosa que tuviese cerca, mientras veía a las personas vomitando, ahogadas por el olor a muerte. Me aposté contra un poste de luz de la plaza y vi la multitud de personas salir espantada de la única capilla cerca. Las figuras de yeso con santos, vírgenes y ánimas estallaron en mil pedazos con el rugido del corno. Y los pastores junto a sus feligreses cerraron sus libros santos para esperar un final jamás escrito de esta forma.

Las raíces negras del vórtice se extendieron un piso más abajo y se amarraron de pórticos, ventanas y salientes como una boa constrictor a su presa. El brillo púrpura de los bordes del agujero negro se acrecentaba y giraban hacia el fondo del embudo dentro del apartamento. La segunda venida anunciada del mesías ya significaba para todos el fin de sus días.

La multitud de la plaza esperó lo que vendría y yo, abrazado al poste, cerré los ojos, inspiré y expiré una bocanada de aire turbio por la boca para no sentir la putrefacción, y luego volví a mirar hacia el cielo y las estrellas.

Los millones de puntos blancos que adornaban la oscuridad del cielo, de repente bajaron a velocidad supersónica en dirección hacia la tierra, como si la cúpula celeste fuese una plancha aplanadora que aplastaría todo lo que estaba en tierra. Mis ojos no daban crédito a lo que veían, y todos los que pudieron ver el descenso de las estrellas hacia la tierra gritaron aterrorizados.

Yo, al ver el universo venir directamente hacia mí, cerré los ojos y me aferré con fuerza al poste entregándome por completo a mi destino.

Un flash tan intenso como el brillo del sol fulminó la plaza, acompañado de un último estruendo del corno inglés proveniente del vórtice. Todo ser humano cerca calló de bruces al suelo.

Luego de unos segundos, abrí los ojos y lo primero que vi fue la grama de la plaza. Lo primero que escuché fue el continuo silbido de los bordes del vórtice, como los bordes de una copa frotada con dedos húmedos. Me incorporé difícilmente, herido por mis propias laceraciones y me puse de pie. Vi hacia arriba y ahí estaba aún el agujero negro y los brillos de luz dentro del apartamento.

Miré hacia el cielo. La cúpula celeste entera, subió desde la tierra nuevamente como la aplanadora que vuelve a su sitio a una velocidad sorprendente, y se ubicó nuevamente en el firmamento del cielo nocturno.


Baje la vista hacia la plaza y había gente levantándose como yo del suelo, pero ya no era la muchedumbre que había segundos antes. Para ser más precisos, en realidad al menos la mitad de las personas que habían colmado la plaza ya no estaban ahí.

Intrigado miré hacia todas partes. El pastor cristiano seguía ahí, pero casi todos sus feligreses no estaban. Muchos niños y ancianos vestidos de nazareno estaban ahí pero otros no, y solo quedaban sus ropajes púrpuras. La anciana con la estampita de Francisca Duarte estaba parada en el centro de la plaza con la mano en alto pero ahora sin la estampa en la mano.

Los vendedores de imágenes estaban tirados sobre la grama de la plaza y mujeres vestidas con faldas largas estaban llorando cerca de ellos. La anciana que me bendijo por mis falsos estigmas estaba a pocos metros de mí, mirándome con horror y lagrimas en los ojos. El chico que me había hablado y luego había salido corriendo de la plaza, podía verse en el lado opuesto, desconcertado como muchos otros.

Montones de personas empezaron a gritar por sus hijos, padres, madres, abuelos que habían desaparecido de la plaza, como al final de una catástrofe, pero un crujido grueso de las paredes del edificio donde estaba el vórtice negro, hizo que todos volvieran en sí y se dieran cuenta de que todo seguía igual.

Los brazos negros del vórtice bajaron aún más hacia los pisos inferiores y nuevamente resopló hedor a muerte con el bajo rugido del corno.

La plaza y el pueblo se hicieron presa del caos en la oscuridad. La multitud formada por todos los que quedaron empezó a huir lejos del edificio y de la plaza en todas direcciones, hacia las tiendas, hacia las casas y por las calles, hacia los autos que ya no encenderían nunca más.


Me desprendí del poste y empecé a caminar a todo lo que daban mis dedos fracturados del pie, buscando refugio lejos del agujero negro y de aquello que estaba por dar a luz. Atravesé la avenida cojeando, con la cara ensangrentada por las heridas del rostro, pisando restos de ropa y zapatos, fragmentos de figuras de yeso, pancartas, estampas y Biblias rotas. Evadiendo autos abandonados y gente en pánico, que rompía las ventanas de las tiendas para sacar consumibles no perecederos.

"Como si aquello los fuese a salvar". Caminé algunos metros más de la avenida a paso lento, siendo empujado por hombres, mujeres y ancianos. Uno de ellos me golpeó por la izquierda con el codo, resintiendo la herida de mi torso y haciéndome caer de rodillas.

En el suelo, con cabeza baja y la mirada sobre el concreto de la acera, escuchaba los gritos de todos los que me seguían pasando de lado. De mi camisa rasgada cayó la caja de los fósforos que habían encendido la vela de mi cuarto horas antes, y que había iluminado una noche desenfrenada de licor y drogas, entre los riscos de los alpes suizos y las aspas estáticas del ventilador de techo de la alcoba. Aquello era la gloria.

La sangre de la cortada sobre mi ceja manchó el concreto y la caja de fósforos. Mi cabeza daba vueltas y mis manos, apoyadas en el piso, temblaban con la vibración monstruosa del corno de la muerte. El del juicio final.  
     
"Llegó la hora de que veas a dónde vas". Escuché la voz en mi cabeza por última vez.

Me limpié la cara con la manga de la camisa, recogí la caja de fósforos, me puse de pie, me di la vuelta, y regresé cojeando a duras penas hacia mi apartamento.