Hace un par de días, decidí
salir al cine con mi familia para ver la última película de los heroes de Marvel, Civil War. Teníamos una considerable cantidad de tiempo que no salíamos
de casa para otra cosa que no fuera para trabajar, llevar y buscar a la niña a
su escuela, o cualquier oficio pendiente; por lo que fue un soplo de aire
fresco el sentir que volvíamos a “patear la calle” para simplemente
distraernos. Y lo hicimos literalmente “pateando” la calle, como hacía mucho
tiempo que no lo hacíamos: caminando y en transporte público.
La razón de esta aventura para nada vino de un deseo
irrefrenable nuestro por respirar aire fresco, o por ganas de no manejar en una
mañana tan hermosa de sábado. No. En Venezuela el motivo de todas las cosas
yace en los orígenes más básicos (absurdos y primitivos) que puedan imaginarse.
Fuimos al cine a pie y en bus porque no tenemos cauchos para nuestro automóvil.
Simplemente así.
Lo que en otro país la gente hace por deporte o para
variar la rutina diaria, nosotros lo hacemos por necesidad, por no tener
ninguna otra opción. Y eso fue lo que nos llevó inexorablemente a unirnos a la
creciente ola de nuevos usuarios del caótico transporte público de la ciudad,
la cual, por los vientos que soplan, amenaza con convertirse en un tsunami que
en cualquier momento puede llegar a colapsar el servicio de transporte, ya que
cada vez hay más vehículos dañados sin remedio, más gente en la calle y menos
buses disponibles.
Resumiendo, nos fuimos de
tour por la ciudad en un largo camino desde nuestra casa hasta el único centro
comercial de la ciudad que tiene cines, y que opera con cierta normalidad; solo
porque cuenta con autogeneración eléctrica para afrontar los cortes descarados
que el gobierno hace en todas partes y a todas horas.
Cuando llegamos a nuestro
destino, por fortuna no fue bañados en sudor, ya que el “acordeón” – los buses
enormes del gobierno – al menos contaba con aire acondicionado, pero sí salimos
contagiados del olor (y hedor) de muchas de las personas que nos rozaron en
cada parada que hizo el bus antes de llegar a la nuestra.
Al momento de bajarnos, ocurrió una cosa curiosa que me hizo pensar durante mucho rato y se convirtió
en la semilla de este relato. El bus que nos llevaba siguió su camino y luego
otro más pequeño se detuvo en la misma parada donde estábamos. De él se bajó
mucha gente y entre todas las personas divisé a un hombre que, a la distancia,
reconocí como un vecino nuestro del conjunto residencial.
El flashback empieza aquí.
En muchísimas ocasiones, en mi casa, me encontré con ese hombre a la hora de
salir al trabajo, por las tardes, al botar la basura, etc; y en todas ellas nos
saludábamos más o menos como lo hacen dos vecinos que, aunque se conocen, no se
conocen. El “buenos días” más plano y escueto posible y ya está. Es más, el
sujeto siempre le sumaba al saludo un rostro de desgano y desasosiego de los mil
demonios, que lo hacía parecer más un pésame que un “hola ¿que tal?”. Y así mismo
ocurrió en otra ocasión donde me lo crucé en otro centro comercial – porque eso
es lo que abunda en mi ciudad – y en el
que la excusa del apuro, justificó aún más el saludo de “alcabala” que
solíamos darnos.
Volviendo al presente, yo
lo vi primero, y él nos vio después. Preparado para la rutina, yo tenía ya en
puerta el “buenos días” aburrido y desganado de costumbre pero, para mi mayor
sorpresa, el sujeto - casi en cámara lenta – al vernos, pasó de un rostro casi
abatido por el cansancio y el sudor del bus en el que venía, a prácticamente
una especie de éxtasis por encontrarse con nosotros en ese preciso lugar y de
ese modo.
Con una sonrisa de oreja a oreja, y con el semblante del
que te está dando la bienvenida por encima del saludo, el sujeto pareció
insinuar en el silencio más estruendoso: “mírense pues, henos aquí, todos al
fin pasando vaina, bienvenidos”. Sin reducir su pasó en lo más mínimo, nos
cruzó de lado mientras saludaba, casi como de costumbre, y siguió su camino.
Luego de esos segundos desconcertantes, me pregunte: ¿Es
posible que mi situación, ahora tan difícil como la de él, le haya hecho sentir
dichoso?. Congelado en la parada del bus, luego de verle esa alegría, sentí que
prácticamente le habíamos hecho el día al sujeto. Tal vez, ahora si, haría
contento la cola de medio kilómetro en PDVAL, o en cualquier local donde
vendieran algo, porque al vernos cayó en cuenta que la desgracia compartida le
resulta más llevadera; aún cuando al final de la tarde igual debiera agarrar una
“perrera” atestada de gente, y llegar a su casa con las manos vacías, igual que
todos los días.
Pero lo que él no sabía es que íbamos al cine, a
satisfacer lo que se llamaría una frivolidad dentro la Venezuela chavista. Tal vez él pensaba que
íbamos a hacer colas por comida, a pasar vaina igual que él. Luego pensé que
una magnifica conclusión de nuestro encuentro hubiese sido haberle gritado de
lejos, luego de saludarnos: “Vamos para el cine ¿oíste?, no creas”, para ver si
se le borraba la sonrisa de la cara y le volvía la arrechera al cuerpo.
Luego, más tarde, medité sobre aquel evento sintiéndome
verdaderamente triste y pensando que la envidia siempre ha sido parte
importante de nuestra idiosincrasia. El venezolano – solo puedo hablar por
nosotros – no solo es egoísta por naturaleza sino que también es profundamente
envidioso.
La envidia según la religión es un pecado capital, y es,
en palabras simples, la actitud que asume una persona de que creer que se
merece todo y más de lo que otra persona tiene. Por lo tanto lo ansía y luchará
para conseguirlo, sin importar si lo necesita o no; el punto es que otro lo
tiene, así que todo se resume en que él debe tenerlo también.
A simple vista, la envidia
podría confundirse con la ambición, pero la diferencia es abismal y está en las
motivaciones. La ambición es un deseo personal de conseguir algo, basado en
nuestras propias necesidades e intereses. La envidia, en cambio, es una
ambición alejada de nuestros intereses y necesidades; se apoya y fundamenta en
otra persona, en la vida de otra persona.
Dice la filosofía del Tao
que todo aquello que nos aleja de nosotros mismos, de nuestro único y
particular flujo vital, es nocivo. Cada río lleva su cauce y ningún río tiene
un cauce igual al de otro. Del mismo modo, ninguna vida es igual a otra, por lo
que nuestras necesidades e intereses nunca serán iguales a los de los demás. En ese sentido, la envidia
es la más nociva de las emociones del ser humano. Es el motor que impulsa una
ambición basada en las razones equivocadas. Por eso, todo aquel que consiga lo
que busca por envidia, lo expondrá a los cuatro vientos y se lo hará saber a
todo el mundo, en especial a la fuente, el que lo tuvo primero; pero no
conseguirá nunca la felicidad y la satisfacción de haber cumplido una meta
personal. No se relajará para disfrutar de sus logros porque siempre existirá
otra persona que tenga algo más de lo que ella tiene, siempre habrá alguien a
quien envidiar, y por eso deberá continuar su búsqueda sin fin.
Pero la envidia también es
el motor del odio, cuando aquella cosa que se quiere tener del otro no puede
conseguirse. Entonces surge en el envidioso la idea malsana y corrosiva de que
todo aquel que tiene esas cosas tan difíciles de alcanzar, en realidad no las
merece.
¿Cómo puede una persona
saber lo que otra persona merece o no merece?. A menos que se conozca al
detalle la vida de esa persona, es imposible. Y a todas estas, ¿de cuando acá
la vida tiene que ver con merecer o no merecer algo?.
La vida es lo que es. Vida.
Un principio y un final, y dentro de todo eso: Caos. Miles de cosas que merecen
suceder no suceden, y otras que no, en cambio, ocurren. Muchas personas que
merecen vivir hasta viejos mueren jóvenes, y otros que merecen una muerte
rápida, viven hasta morir de ancianos. ¿Es justo eso?, ¿es merecido?, no lo es,
pero ocurre. Y muchos se refugian en la religión para comprender y aceptar la
incertidumbre de la vida, para darle otra perspectiva. Pero en el camino, la
mayoría de las personas no termina de asumir que la vida es así, impredecible. No se lleva por
conceptos de justicia, equidad o mérito. Sus hilos, hasta los más finos, e
invisibles, están fuera de nuestro control.
Si entendiéramos bien eso la envidia estaría erradicada del mundo, porque cada quien atendería su propio
problema: su vida, y no se molestaría en perder tiempo con la de otras
personas. Pero la lucha entre clases sociales ayuda a consolidar ese
sentimiento tan dañino de la envidia en nuestras sociedades, sobre todo en
aquellas donde la diferencia entre las clases es grande.
Las personas de menos recursos, los pobres, siempre han
visto a los que tienen más dinero, mejor trabajo o más cosas, como una
representación clarísima de la injusticia. No todos ellos, pero si muchísimos,
sienten que la única razón por la que están pobres es porque nadie les ha dado
las mismas oportunidades que han tenido los que viven en la clase media. De
nuevo, la ilusión de “lo merecido” o “lo justo” haciendo estragos en nuestras
mentes.
Hugo Chavez, seguramente
con ayuda del ojo maquiavélico de Fidel Castro, supo ver en el venezolano pobre
esa semilla de descontento, de envidia por lo que otros compatriotas tenían y disfrutaban, y supo, con éxito, germinarla entre la mayoría de quienes le seguían, y convertirla en el
árbol horroroso que es hoy, el pilar fundacional de su proyecto populista de
gobierno. El resentimiento hacia el que más tiene como política de estado.
Con eso mataba dos pájaros
de un tiro. Por un lado se ganaba con facilidad, y casi sin mérito, los favores
y el cariño de las masas empobrecidas, históricamente olvidadas por los
gobiernos anteriores; y por el otro se aseguraba de que, ante cualquier
estupidez que él cometiese, podía echar la culpa de todo a los que más tenían,
a los “poderosos”. Y de ese grupo de “poderosos” nunca se molestó en sacar al
venezolano “clase-media”, luchador y trabajador, el que se ganaba lo que tenía
a pulso, no. Él prefirió meter en un solo saco a los empresarios explotadores,
a las élites comunicacionales y religiosas, y a todo venezolano que tuviera
suficiente recurso económico como para no vivir en un rancho.
Así, la tan mentada - y
compleja - lucha de clases se resumió a un conflicto de poca clase entre dos
bandos incompatibles e inconciliables: Los pobres contra todos los demás; todo
impulsado por el sentimiento más visceral y nocivo del ser humano: La envidia.
Con esto, y no con sus ideas políticas retrógradas y absurdas, fue que Hugo
Chávez mató al país.
Lo mató porque con ello
acabó con la venezolanidad; ese sentir que había entre la gente de que, más
allá de cualquier diferencia social o económica que hubiese de por medio, todos
sabíamos que al final éramos compatriotas y venezolanos. Pues él acabó con todo
eso, y su resentimiento, su envidia, la proyectó al infinito como un megáfono
entre los pobres, y convirtió a nuestra nación en una tierra de guerra, en
un lugar donde solo cabían los absolutos; los leales o los traidores, los
amigos o los enemigos.
Estoy seguro que la
historia futura de nuestro país pondrá tarde o temprano a Chávez en su justo
lugar: El similar al que tendría un perro, que llegó a una fiesta sin
invitación, puso la plasta de estiércol en el medio del salón de baile,
jodiendo a todo el mundo, y luego se murió.
Ahora, con Nicolas Maduro avanzando hacia la dictadura
más brutal que haya conocido nuestra nación, Venezuela en este momento es tierra
arrasada. La envidia de toda la vida, la que el mugriento Chávez exaltó hasta
su muerte, ahora se diluye, entre las colas kilométricas en la calle, donde
ahora el pobre, el clase-media, y el rico, comparten penurias por igual. ¿Qué
podrían envidiarle ahora los pobres a nadie?. Estamos jodidos todos, rebajados
al mismo denigrante nivel. No queda nada por acabar o por quitar.
La pregunta es lógica, pero
esa actitud que ví en el sujeto que me saludó sonriente fuera del bus, al verme
pasar las mismas dificultades de transporte que él, me hace pensar que la
envidia jamás desaparece de los corazones de los venezolanos. Más bien parece
que evoluciona, muta y se adapta, como las malas hierbas, para sobrevivir a
cualquier catástrofe.
Ahora, que nadie es capaz
de conseguir nada porque nada hay, y no sirve de nada el buscar tener lo que el
otro tiene, parece que nos conformamos
con ver qué tan jodidos están nuestros semejantes, y pasarnos un buen ratito
con eso. La envidia, que ahora está en todas partes y en todos los estratos
sociales, continúa siendo el motor de algo dentro de nosotros por las razones
equivocadas.
Pero, ¿por qué?
¿es algo normal?
Dicen que en las verdaderas
desgracias es que se logra conocer al ser humano. Cuando el noble y mítico trasatlántico RMS Titanic
viajaba por el Atlántico Norte la noche del 14 de abril de 1912, antes de
chocar con el iceberg, estaba repleto de sujetos y damas emperifolladas de la
alta sociedad británica y estadounidense. Pero
cuando la punta de ese traste empezó a hundirse en el mar, se acabaron los
brandis, los habanos y las charlas cosmopolitas, para dar paso al más puro
estado de supervivencia. Desaparecieron las clases sociales, los ricos y los
pobres y quedó tan solo la gente, luchando por sobrevivir.
Allí surgieron los héroes y
los cobardes sin distinción de clase. El infame Bruce Ismay, que siendo el
director de la empresa que construyó el armatoste, ni pendejo llegó a hundirse
con su barco, o Thomas Andrews, constructor del coso, que ayudó a mucha gente y
sí aceptó el tener que hundirse con su creación. Todos, sin distinción, ante la
catástrofe, tomaron una decisión personal, se ocuparon de sí mismos a su manera
pero sin mirar sobre el hombro a más nadie.
Entonces, puede verse que
ante las desgracias casi todo el mundo trabaja por y para sí mismo. Es lo primitivo,
el instinto más básico, lo lógico. Y ahí es donde no entiendo a algunos de mis compatriotas, que en esta
catástrofe – no igual a la del Titanic pero sí titánica - se llegan a sentir
bien porque otros están en igual situación o peor que ellos.
¿No habría sido absurdo que
en pleno hundimiento del Titanic, un pobre pendejo de tercera clase, montado en
una barda, se hubiese sentido contento porque otro de primera clase estaba
guindado de una barda como él, luchando por su vida?. ¡Imbecil, tu también vas
a hundirte! ¿De qué coño puedes alegrarte?.
La comparación que hago del hundimiento de nuestro país
con el hundimiento del Titanic, tal vez parezca exagerada a primera vista, pero
en esencia no lo es. En realidad me puede ayudar a entender porqué algunos
venezolanos pueden estar actuando así como he venido contando. Y la respuesta tal
vez sea sencilla: no están conscientes de la magnitud de la crisis que estamos
viviendo porque aún no hemos llegado a lo peor.
En nuestro país, al igual
que en el Titanic, hoy la gente sabe que hay una alerta, saben que hay que tener
los salvavidas puestos, que hay que subir a cubierta a pasar frío, que hay que
pasar vainas. Pero igual como sucedió con los pasajeros del Titanic, hay gente
que aún vive pensando que este barco no se va a hundir, aunque todas las
señales indiquen que así será.
En el mítico trasatlántico,
se dice que en cubierta había gente muy bien vestida pidiendo servicio de
camareros y demás frivolidades, esperando la señal para volver a sus camarotes,
al mismo tiempo que el casco de la nave se sumergía lentamente en el mar. Otros
llenaban los barcos a medias para no mezclar gente de primera clase con gente de segunda o tercera clase. Y solo fueron conscientes del desastre que
se avecinaba cuando el culo del barco empezó a despegarse del agua y el mar lo
engullía todo cada vez más rápido.
¿Será que aún creemos que nada pasará?, ¿Qué la crisis
aún no ha mostrado su peor cara? ¿Será por eso que aún nos fijamos en la
situación del otro?. Puede ser. El Titanic se hundió lentamente en el mar
durante 2 horas y 40 minutos, y más de la mitad de ese tiempo muchos pasajeros
pensaban en pendejadas. Pero al final se fue a pique en menos de un minuto.
Nosotros llevamos varios
años viendo el lento hundimiento del país y aún podemos estar siendo frívolos ante la
adversidad. La verdadera tragedia puede sobrevenir muy rápido, y como humanos
que somos, podemos estar siendo engañados por nuestros más profundos deseos: que
todo esto sea un sueño y el barco no se hunda.
Probablemente, al final, nada tenga que ver con
nacionalidad o condición social sino con humanidad. Tal vez toda envidia y
actitud superficial que haya en nuestros corazones, simplemente desaparezca en
el momento que nos toque correr por nuestras vidas.